Crisálida 6. Óleo en lienzo. 120 x 100 cm. 2012
VI
Caminaba
despacio rumbo a la escuela Secundaria; le dolía el estómago cada vez que lo
hacía, desde pequeño. Guardaba la sensación de que una vez más presenciaría el
deprimente espectáculo del sarcasmo de los maestros. Había crecido, pero dentro
de sí seguía siendo el niño que no soportaba esas escenas; sufría de ver cómo
sus compañeros hacían el mayor esfuerzo para sobreponerse al abuso. Si no era
el uniforme era el peinado, si no era la falta de estudio era la mala conducta,
siempre había un pretexto para humillar a los alumnos. Era estudioso, pero
sabía que sus compañeros se verían expuestos a la burla despiadada de la
mayoría de los maestros.
Su refugio
eran los libros que iba leyendo. No lo emplearon en la librería debido a su
corta edad; en cambio, fueron prestándole libros, sabedores de que los
aprovecharía y devolvería al terminar de leerlos. Con la Historia del Arte demoró un año, sin que la pareja reclamara jamás.
Al regresar, luego de tanto tiempo, encontró cerrada la librería. Volvió al día
siguiente y seguían bajadas las cortinas. Luego supo que no había más librería.
Tal vez habían emigrado los dueños. ¿Y los libros? Caminaba llevando el libro
de Gombrich en sus manos. Cómo devolverlo. Regresaría a casa a preparar
exámenes. Tal vez recomenzar la lectura de aquella Historia del Arte. Ya no tenía a quién acudir para preguntar por el
significado de algunas palabras que le provocaban incertidumbre. El diccionario
se había mojado y no existía más.
Sentía como
una pérdida enorme la ausencia de aquella pareja de la librería. Todo había
comenzado por el poema inspirado por el Popol
Vúh. Recordaba algunos versos de las hojas que acabarían por destruirse años después.
Así hacen los Señores con cada uno de sus
pensamientos.
Cuchichean entre sí, menean la cabeza, silban
una palabra que se va meciendo en espirales impregnándose del polvo fino de los
astros en la órbita curva de este instante de las vocales pelúcidas que
entregan amorosa su redondez al ojo de la garza, la pezuña del venado, el terso
filo del ala plateada del amanecer.
Qué
significaba la palabra pelúcidas. Con
pelillos. La utilizaba el poeta para mencionar que las palabras van adquiriendo
significado conforme se relacionan entre sí, como los señores del texto. En
realidad no hay tales señores, sino palabras. Eso no lo llegó a comprender sino
hasta el día en que se vio solo, caminando con el libro sin entregar. Solamente
me quedan palabras, se dijo, en un lapsus. Palabras. Si te fijas bien, todo
tiene una palabra para ser nombrado, absolutamente todo. El vértigo reaparecía
cada vez más esporádicamente. ¿Tendrá algo que ver esta última palabra con las
esporas? De pronto hay cosas invisibles que se usan para nombrar cosa visibles,
y si las juntas…
Las palabras
te conducen a donde quieras. La sabiduría de los pueblos son las palabras, las
escritas, sobre todo. Quizá por eso los poemas son tan difíciles de leer.
Pareciera que se eligen las palabras con mucho cuidado. Qué trabajo el de los
poetas. Por fortuna Damián había decidido ser pintor.
Del fondo de la bruma asoman los cuadrúpedos,
las serpientes, los mosquitos, las tórtolas, los caparazones de tortugas
adormiladas.
Es la voluntad y el deseo de los creadores
que reinen sobre la tierra y las aguas, en el aire y entre las profundas
sombras, las cimas de los montes, el lomo de las aguas y en las fosas del mar
insondable, en el regazo del viento.
Todos ellos con sus gorjeos, sus mugidos, su
aleteo incipiente.
Tuvo la
suerte de encontrar un libro de códices prehispánicos. Este y no otro era el
origen de las palabras. En el silencio del tlamatinime
abundan las palabras. Un pintor de códices es un individuo callado,
ensimismado. Como el poeta, elige de entre los colores el más puntual, el que
pueda ofrecer un íntimo parecido con el sentido del relato. Son relatos los
códices, con muchísimas más palabras de las que imaginas, y no cualquiera podía
convertirse en tlamatinime, sino
solamente los elegidos por los antiguos soberanos. Con el poeta es diferente,
su encuentro con las palabras proviene de su sensibilidad y eso es un derecho
natural, como el de la imaginación.
-Origen, los
mitos hablan del origen- había dicho la mujer de la librería.
-Cada pueblo
tiene sus mitos- había dicho el hombre de la librería.
Dibujaba gran
parte del día. Los padres volvían a inquietarse. En sueños podía ver cuánto iba
dibujando y sus dibujos se agrandaban como los enormes dibujos de Miguel Ángel
en la Capilla Sixtina que había visto
en el libro de Gombrich. Sabía que Giotto en la edad Media italiana dejó pintada
la vida de San Francisco de Asís,
aunque le gustaba muchísimo ver los personajes bíblicos que había pintado el
florentino en San Pedro, en el Vaticano. Cuando entraba en algún templo de la
ciudad buscaba algo semejante y sólo veía cuadros oscuros con vírgenes, ángeles
y santos. Lo de Miguel Ángel era algo muy diferente, con personas monumentales,
imponentes, elegantes y conmovedoras. Algo que parecía sobrenatural, como los
mitos. La gran mayoría de pinturas en los templos parecían mostrar más sufrimiento
que regocijo, más dolor que santidad. El mismo Cristo, pintado o en escultura,
parecía estarse muriendo cada vez y no le inspiraba sino un estado de ánimo
extraño, enfermizo, agripado, quién sabe. Quizá el renacentista no creía el
mito de la resurrección. Tal vez era eso; o tal vez su fe era más auténtica que
la del mismísimo Papa. Si su madre lo escuchara se escandalizaría. El
misticismo del pintor sobrepasaba con mucho la idea popular de los pasajes
bíblicos.
En el primer
libro que había conocido sólo había un poema que se refería a otro libro. Cada
vez que abría las páginas de un nuevo libro entraba a un horizonte nuevo para
él. Era lo mismo que soñar despierto. Recordaba haber asistido a varios templos
en compañía de su madre, quien rezaba y pedía por su marido; en aquellas
visitas por la tarde parecía ser observado por lo arcángeles pintados al óleo
que estaban colgados en los muros laterales de esos lugares. Gombrich hablaba
de los encargos que el Papa y otras autoridades de la Iglesia hacían a los
artistas; no hablaba del fervor de los propios artistas (aunque algunos habían
sido clérigos, sobre todo en la Edad Media). Encargos. Es decir… pero no, no
quería pensar que más de diez siglos de pintura, escultura, arquitectura, era
lo que daba un hermoso rostro a una religión. No quería saber más. Para él
aquello era el arte, no la religión. A diario veía llegar al párroco de su
colonia a bordo de un Javelin
impecable; el representante de Cristo en la tierra no llegaba a dar misa
caminando descalzo, como había leído de Motolinía, Bartolomé de Las Casas,
Vasco de Quiroga, no. Un reflejo inconsciente le llevaba a pensar en el talento
de tanto artista dándole imágenes al mundo para hacer visible un mito, no más.
Al menos eso decía Gombrich y al niño le parecía aceptable.
Leer se había
convertido en su lengua, otra forma de hablar. Seguiría en silencio, como el
niño sentado en la sillita esperando a mamá mientras ella lavaba la ropa, pero
esta vez hablaba consigo mismo y pasaba de un libro a otro. Finalmente, la
sabiduría era multifacética, no una sola. Se podía pensar que cada quien
llevaba una consigo, su propia experiencia traducida en palabras escritas. Eso
le reconfortaba, aunque no supiera compartirlo en sus propias palabras.
Entendía, eso lo hacía feliz.
Cada pájaro emplumado, cada felino con sus patas
silenciosas, cada reptil con su mirada pétrea, cada pez con sus escamas
plateadas.
Así los helechos fueron despertando, desenrollando sus
verdes laberintos.
Los sauces a orillas del agua.
Así seguía el
poema. En los demás fragmentos estaba cifrada la leyenda que hablaba de cómo se
fue poblando este mundo. Siguió dibujando, aunque ya no podría mostrar los
dibujos a nadie, los guardaba, conforme los iba terminando, en el veliz de los
documentos. Un día su madre lo sorprendió abriendo el veliz.
-Ahí sólo
tengo fotos, hijo.
-No, mamá.
También están mis dibujos.
-¿Tus dibujos
del kinder?
-No, mamá,
esos desaparecieron. Aquí guardo los que estoy haciendo del Popol Vúh.
-Déjame
verlos- No dijo nada cuando vio tantos dibujos y tan bien cuidados. Los
envolvió en un pedazo de manta y los guardó con mucho cuidado.
Tiempo
después hablaba con su marido. Ha vuelto a dibujar, decía en voz baja mientras
iba sirviéndole el almuerzo. El papá nada decía. Ambos sabían que Damián
buscaría el modo de seguir dibujando en cualquier circunstancia y nada le
quitaría la idea de ser pintor durante toda su vida. En él no había más
vocación que esa. Parecía feliz cuando lo hacía. Dibujar pare él era como
respirar. Si le prohibían eso tal vez enfermaría... o se iría de la casa. Un
niño tan inteligente tenía que elegir algo digno de la confianza de sus padres
y ellos esperaban aún que cambiara de opinión acerca de su propio futuro. A los
doce años ya no se es un niño y comienza una travesía tormentosa para la gran
mayoría. No para él. Parecía ser más maduro que sus hermanos mayores y más
responsable. El único detalle que incomodaba a los padres era su vocación,
difícil de comprender.
La ceiba, el cedro fragante, la palma, la
menta, el mirto, la magnolia, el diente de león, las gramíneas y los tréboles,
la canela, el arrayán, el cáñamo, el encino…
Así la piedra solferina, el mármol, los
cristales de roca, la amatista, el jade, la obsidiana.
Es la luz del amanecer.
Los Señores del Cielo siguen hablando entre
ellos.
De sus palabras proviene la vida.
Memorizaba
Damián el poema. Nunca había visto una ceiba y no tenía idea de qué era una
gramínea, un arrayán, una menta, mucho menos una piedra solferina. Hilaba las
palabras en la memoria porque sonaban de tal forma que resultaban inolvidables.
Cuando iba por la calle solía recitar algunas líneas. Los poemas son escritos
para ser cantados, pero no siempre es posible porque las personas han olvidado
el canto, la entonación que pide el poema. Quien lee un poema lo hace en
silencio, pero el poeta cuando escribe está cantando, poniendo las palabras en
la zona más liviana de su espíritu, las palabras entonces se balancean y
aquello parece una danza que no tiene final. Si Damián viera al poeta escribiendo
se alegraría de saber que hay en este mundo personas que no desean nada para
sí, que se empeñan en cuidar las palabras como algo sagrado, más allá de su
utilidad. La gente habla con algún propósito, se puede ver cuando alguien
reclama, cuando grita, cuando acusa, cuando se lamenta; todo lo toma en cuenta
el poeta y al escribir pareciera que devuelve las palabras limpias, como
palabras nuevas. Sorprendentemente descubrimos que son las mismas palabras que
usamos a diario.
Damián no
cantaba. Nombraba. El poema en su voz era un idioma extraño. Sus hermanos
llegaron a creer que estaba enloqueciendo. Poemas y dibujos. Mamá recordaba lo
que decía la abuela cuando encontraba los pollitos muertos, asfixiados. Qué irá
a ser de esta criatura. Él recordaba el rostro duro de la abuela, sus trenzas
largas y entrecanas, su andar parsimonioso. Si el abuelo estuviera aquí, el
abuelo de la fotografía, el niño le mostraría sus dibujos y el viejo le
hablaría de lo que dicen en su pueblo, así suponía que sería encontrarse ahora con
aquel hombrón que no llegó a conocer.
Había tratado
de reunirse con los amigos y su aburrimiento era creciente. Ellos ansiaban
demostrar a todos su hombría, como dios manda. Le veían raro, como si no fuera
de este mundo. No bailas, no bebes, no fumas, no peleas, reprochábanle. Todos
sus intentos de agruparse fracasaron rotundamente. Y como era de los pocos que
estudiaban… no tardó en aislarse del todo. Había terminado los quince dibujos
del Popol Vúh y extrañaba mucho a los
viejos de la librería. Qué hacer con ellos. No los podía destruir y cada
vez que los sacaba del veliz para verlos
su madre le decía desde la cocina aún
están ahí, quizá sintiéndose responsable de la desaparición de sus dibujos
del kinder.
Leyó varias
versiones del libro de los mayas. Todos tenían una peculiaridad, aunque decían
lo mismo en el fondo y ninguno estaba escrito en verso.
Luego fue pronunciada la palabra de los
primeros hombres. Fueron creados de toda materia, de cieno, de madera, de
ceniza.
Mas no sabían quién era su creador, o sabían
más de lo que esperaron los señores, o miraban más lejos y escuchaban todo el
rumor de la creación.
Pero nada sabían de su creador y eran
soberbios, olvidadizos, haraganes y arrogantes.
Los Señores fueron devastadores.
El fuego de su estupor acabó con ellos.
Nada le hacía
falta a Damián cuando repasaba de memoria el poema. Se iba a la cama con la
sensación de haber comprendido la vida entera. Quizá por ello caminaba sin
prisa, secretamente feliz de saberse poseedor de un tesoro intransferible,
además de contar con el dibujo, esa suerte de magia que al parecer era capaz de
convocar todas y cada una de las cosas del universo y hacerlas comparecer ante
la mirada de cualquiera. Naturalmente, esto resultaba molesto a la mayoría de
sus amigos, más aún si Damián no mostraba intención alguna de andar en pandilla.
Bastaba con que no le gustara la música de la radio para que llovieran sobre él
las más vergonzosas acusaciones. Levantaba los hombros, como diciendo qué se le va a hacer.
El imbatible torrente de las aguas desatadas
fue disolviéndolos.
Probaron una y otra vez a darles nueva vida.
Probaron la suavidad y la ternura con que
crecen los árboles.
Probaron la presteza de las bestias de caza,
la candidez de las aves, la ingravidez del colibrí, la sapiencia de los
lagartos y serpientes, la parsimonia de la tortuga.
Pero aquellos hombres no sabían mirar en el
pliego del cielo.
En ciertos
momentos el niño se reconocía en algunas palabras del poema. Pronunciadas eran
otras. La sabiduría residía allí, estaba seguro. Crear un mundo, de la nada,
era lo que más impresionaba a su cabeza febril. ¿Había tal poder? Hojeaba la Historia del Arte y al acercarse a las
estampas sentía acercarse a una galaxia distante; temblaba conmovido y
agradecía al Cielo haber recibido tan extraordinario regalo. Para el niño el
Cielo no tenía límites y poco que ver con el espacio sobre su cabeza; había
visto tantas imágenes de pintura que sus ideas iban cambiando a la velocidad
que se sucedían las páginas. Le resultaba familiar contemplar por horas un
paisaje del inglés Constable, un bodegón de Chardin, un grabado de Goya. Tan
diferentes todos entre sí… y tan parecidos en algo que escapaba a su
comprensión. Ya no veía el mantel de la mesa con la indiferencia rutinaria de
cada día; intempestivamente había adquirido la facultad de observar las sombras
en los objetos, el espectro cambiante en los diferentes tonos ámbar de las
frutas, la luminosa tersura en las pupilas de la gente. Todo producido por la
lectura del libro de Gombrich.
Al volver al
poema se permitía asociar algún fragmento de Rubens a las palabras y con ello
lograba atrapar un sentido inadvertido en sus anteriores lecturas. Lo mismo
hacía con Velázquez, con Miró, con Malevich. Aprendió a asociar partes del
poema con partes de pintura, hasta llegar a sentirse ligado a las imágenes como
si fueran parte de él mismo. Soñaba flotar sobre una superficie colorida,
abigarrada, que le hacía reír hasta las lágrimas y lo despertaba con los ojos
húmedos. Ver reunida toda la pintura, la arquitectura y la escultura en un solo
libro le tenía absorto, ido de este mundo. Y, sin embargo, se trataba
precisamente de este mundo, de la obra de este mundo. A su manera, pensaba, las
obras eran aquella creación de que hablaba el poema, iban poblando el mundo al
igual que la ceiba, el lagarto, el ciervo, la caléndula, el topacio. En la
pintura podía ver cierta alegría contagiosa, cierto empeño en colocarse entre
las demás cosas como parte de una gran población de criaturas bellas. Ya no
distinguía entre el amanecer enunciado en el poema y las diminutas pinceladas
de los trajes pintados por Goya, al grado de concederle más realidad a la
pintura, tal vez por su permanencia. En los cuadros del libro había una
presencia que las cosas de la vida no tenían. ¿Era esto la eternidad? ¿De eso
hablaba la sabiduría de los antigüos mayas?
A quién
preguntar. La pareja de viejos ya no estaba en la librería. Acaso le quedaba
únicamente preguntar en silencio a los grabados de su libro de Biología, en el
que podía admirar la estructura celular, la enorme variedad del reino vegetal,
la red nerviosa que portamos. Un orbe invisible al que accedía mediante las
lecciones cada vez más apasionantes acerca del origen de la vida, la teoría de
Oparin, un ruso que logró interesar a la comunidad científica acerca de lo que
él llamaba caldo nutritivo primitivo.
Pero no, la pintura intensificaba sus pensamientos, su vida, de tal modo que ya
no volvía a ser el mismo quien entrara en esa atmósfera habitada por miles de
obras de arte.
Había un
televisor en el barrio. Para verlo había que pagar unos centavos. Él prefería
sus libros. Por esos días apareció en casa un ejemplar de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha con grabados de Doré.
Había descubierto el misterio con el poema, la ciencia con la Biología… ahora
se encontraba ante un libro lleno de aventuras, festivo y serio a la vez. Le
encantaba ver a ese hombre flaco irse a enderezar entuertos sin ton ni son.
-Hijo, ven a
comer- le llamaba su madre.
-Sí, mamá, ya
voy- respondía maquinalmente Damián.
-Se te enfría
el plato, ven- le decía al oído.
-Sí- decía
maquinalmente, y dejaba el libro abierto.
Había nobleza
en Don Quijote. Poco entendía de las
palabras con que estaba escrito el libro, antiguas, aldeanas, pero le gustaba
ver el arrojo de aquel adefesio componiendo el mundo. Le era simpático y
despertaba su ternura. Un hombre justiciero, especie que no abunda
precisamente.
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