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domingo, 11 de agosto de 2013


 
Crisálida 6. Óleo en lienzo. 120 x 100 cm. 2012
 
 
 
VI

 

Caminaba despacio rumbo a la escuela Secundaria; le dolía el estómago cada vez que lo hacía, desde pequeño. Guardaba la sensación de que una vez más presenciaría el deprimente espectáculo del sarcasmo de los maestros. Había crecido, pero dentro de sí seguía siendo el niño que no soportaba esas escenas; sufría de ver cómo sus compañeros hacían el mayor esfuerzo para sobreponerse al abuso. Si no era el uniforme era el peinado, si no era la falta de estudio era la mala conducta, siempre había un pretexto para humillar a los alumnos. Era estudioso, pero sabía que sus compañeros se verían expuestos a la burla despiadada de la mayoría de los maestros.

 

Su refugio eran los libros que iba leyendo. No lo emplearon en la librería debido a su corta edad; en cambio, fueron prestándole libros, sabedores de que los aprovecharía y devolvería al terminar de leerlos. Con la Historia del Arte demoró un año, sin que la pareja reclamara jamás. Al regresar, luego de tanto tiempo, encontró cerrada la librería. Volvió al día siguiente y seguían bajadas las cortinas. Luego supo que no había más librería. Tal vez habían emigrado los dueños. ¿Y los libros? Caminaba llevando el libro de Gombrich en sus manos. Cómo devolverlo. Regresaría a casa a preparar exámenes. Tal vez recomenzar la lectura de aquella Historia del Arte. Ya no tenía a quién acudir para preguntar por el significado de algunas palabras que le provocaban incertidumbre. El diccionario se había mojado y no existía más.

 

Sentía como una pérdida enorme la ausencia de aquella pareja de la librería. Todo había comenzado por el poema inspirado por el Popol Vúh. Recordaba algunos versos de las hojas que acabarían  por destruirse años después.

 

Así hacen los Señores con cada uno de sus pensamientos.

Cuchichean entre sí, menean la cabeza, silban una palabra que se va meciendo en espirales impregnándose del polvo fino de los astros en la órbita curva de este instante de las vocales pelúcidas que entregan amorosa su redondez al ojo de la garza, la pezuña del venado, el terso filo del ala plateada del amanecer.

 

Qué significaba la palabra pelúcidas. Con pelillos. La utilizaba el poeta para mencionar que las palabras van adquiriendo significado conforme se relacionan entre sí, como los señores del texto. En realidad no hay tales señores, sino palabras. Eso no lo llegó a comprender sino hasta el día en que se vio solo, caminando con el libro sin entregar. Solamente me quedan palabras, se dijo, en un lapsus. Palabras. Si te fijas bien, todo tiene una palabra para ser nombrado, absolutamente todo. El vértigo reaparecía cada vez más esporádicamente. ¿Tendrá algo que ver esta última palabra con las esporas? De pronto hay cosas invisibles que se usan para nombrar cosa visibles, y si las juntas…

 

Las palabras te conducen a donde quieras. La sabiduría de los pueblos son las palabras, las escritas, sobre todo. Quizá por eso los poemas son tan difíciles de leer. Pareciera que se eligen las palabras con mucho cuidado. Qué trabajo el de los poetas. Por fortuna Damián había decidido ser pintor.

 

Del fondo de la bruma asoman los cuadrúpedos, las serpientes, los mosquitos, las tórtolas, los caparazones de tortugas adormiladas.

Es la voluntad y el deseo de los creadores que reinen sobre la tierra y las aguas, en el aire y entre las profundas sombras, las cimas de los montes, el lomo de las aguas y en las fosas del mar insondable, en el regazo del viento.

Todos ellos con sus gorjeos, sus mugidos, su aleteo incipiente.

 

Tuvo la suerte de encontrar un libro de códices prehispánicos. Este y no otro era el origen de las palabras. En el silencio del tlamatinime abundan las palabras. Un pintor de códices es un individuo callado, ensimismado. Como el poeta, elige de entre los colores el más puntual, el que pueda ofrecer un íntimo parecido con el sentido del relato. Son relatos los códices, con muchísimas más palabras de las que imaginas, y no cualquiera podía convertirse en tlamatinime, sino solamente los elegidos por los antiguos soberanos. Con el poeta es diferente, su encuentro con las palabras proviene de su sensibilidad y eso es un derecho natural, como el de la imaginación.

 

-Origen, los mitos hablan del origen- había dicho la mujer de la librería.

-Cada pueblo tiene sus mitos- había dicho el hombre de la librería.

 

Dibujaba gran parte del día. Los padres volvían a inquietarse. En sueños podía ver cuánto iba dibujando y sus dibujos se agrandaban como los enormes dibujos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina que había visto en el libro de Gombrich. Sabía que Giotto en la edad Media italiana dejó pintada la vida de San Francisco de Asís, aunque le gustaba muchísimo ver los personajes bíblicos que había pintado el florentino en San Pedro, en el Vaticano. Cuando entraba en algún templo de la ciudad buscaba algo semejante y sólo veía cuadros oscuros con vírgenes, ángeles y santos. Lo de Miguel Ángel era algo muy diferente, con personas monumentales, imponentes, elegantes y conmovedoras. Algo que parecía sobrenatural, como los mitos. La gran mayoría de pinturas en los templos parecían mostrar más sufrimiento que regocijo, más dolor que santidad. El mismo Cristo, pintado o en escultura, parecía estarse muriendo cada vez y no le inspiraba sino un estado de ánimo extraño, enfermizo, agripado, quién sabe. Quizá el renacentista no creía el mito de la resurrección. Tal vez era eso; o tal vez su fe era más auténtica que la del mismísimo Papa. Si su madre lo escuchara se escandalizaría. El misticismo del pintor sobrepasaba con mucho la idea popular de los pasajes bíblicos.

 

En el primer libro que había conocido sólo había un poema que se refería a otro libro. Cada vez que abría las páginas de un nuevo libro entraba a un horizonte nuevo para él. Era lo mismo que soñar despierto. Recordaba haber asistido a varios templos en compañía de su madre, quien rezaba y pedía por su marido; en aquellas visitas por la tarde parecía ser observado por lo arcángeles pintados al óleo que estaban colgados en los muros laterales de esos lugares. Gombrich hablaba de los encargos que el Papa y otras autoridades de la Iglesia hacían a los artistas; no hablaba del fervor de los propios artistas (aunque algunos habían sido clérigos, sobre todo en la Edad Media). Encargos. Es decir… pero no, no quería pensar que más de diez siglos de pintura, escultura, arquitectura, era lo que daba un hermoso rostro a una religión. No quería saber más. Para él aquello era el arte, no la religión. A diario veía llegar al párroco de su colonia a bordo de un Javelin impecable; el representante de Cristo en la tierra no llegaba a dar misa caminando descalzo, como había leído de Motolinía, Bartolomé de Las Casas, Vasco de Quiroga, no. Un reflejo inconsciente le llevaba a pensar en el talento de tanto artista dándole imágenes al mundo para hacer visible un mito, no más. Al menos eso decía Gombrich y al niño le parecía aceptable.

Leer se había convertido en su lengua, otra forma de hablar. Seguiría en silencio, como el niño sentado en la sillita esperando a mamá mientras ella lavaba la ropa, pero esta vez hablaba consigo mismo y pasaba de un libro a otro. Finalmente, la sabiduría era multifacética, no una sola. Se podía pensar que cada quien llevaba una consigo, su propia experiencia traducida en palabras escritas. Eso le reconfortaba, aunque no supiera compartirlo en sus propias palabras. Entendía, eso lo hacía feliz.

 

Cada pájaro emplumado, cada felino con sus patas silenciosas, cada reptil con su mirada pétrea, cada pez con sus escamas plateadas.

Así los helechos fueron despertando, desenrollando sus verdes laberintos.

Los sauces a orillas del agua.

 

Así seguía el poema. En los demás fragmentos estaba cifrada la leyenda que hablaba de cómo se fue poblando este mundo. Siguió dibujando, aunque ya no podría mostrar los dibujos a nadie, los guardaba, conforme los iba terminando, en el veliz de los documentos. Un día su madre lo sorprendió abriendo el veliz.

 

-Ahí sólo tengo fotos, hijo.

-No, mamá. También están mis dibujos.

-¿Tus dibujos del kinder?

-No, mamá, esos desaparecieron. Aquí guardo los que estoy haciendo del Popol Vúh.

-Déjame verlos- No dijo nada cuando vio tantos dibujos y tan bien cuidados. Los envolvió en un pedazo de manta y los guardó con mucho cuidado.

 

Tiempo después hablaba con su marido. Ha vuelto a dibujar, decía en voz baja mientras iba sirviéndole el almuerzo. El papá nada decía. Ambos sabían que Damián buscaría el modo de seguir dibujando en cualquier circunstancia y nada le quitaría la idea de ser pintor durante toda su vida. En él no había más vocación que esa. Parecía feliz cuando lo hacía. Dibujar pare él era como respirar. Si le prohibían eso tal vez enfermaría... o se iría de la casa. Un niño tan inteligente tenía que elegir algo digno de la confianza de sus padres y ellos esperaban aún que cambiara de opinión acerca de su propio futuro. A los doce años ya no se es un niño y comienza una travesía tormentosa para la gran mayoría. No para él. Parecía ser más maduro que sus hermanos mayores y más responsable. El único detalle que incomodaba a los padres era su vocación, difícil de comprender.

 

La ceiba, el cedro fragante, la palma, la menta, el mirto, la magnolia, el diente de león, las gramíneas y los tréboles, la canela, el arrayán, el cáñamo, el encino…

Así la piedra solferina, el mármol, los cristales de roca, la amatista, el jade, la obsidiana.

Es la luz del amanecer.

Los Señores del Cielo siguen hablando entre ellos.

De sus palabras proviene la vida.

 

Memorizaba Damián el poema. Nunca había visto una ceiba y no tenía idea de qué era una gramínea, un arrayán, una menta, mucho menos una piedra solferina. Hilaba las palabras en la memoria porque sonaban de tal forma que resultaban inolvidables. Cuando iba por la calle solía recitar algunas líneas. Los poemas son escritos para ser cantados, pero no siempre es posible porque las personas han olvidado el canto, la entonación que pide el poema. Quien lee un poema lo hace en silencio, pero el poeta cuando escribe está cantando, poniendo las palabras en la zona más liviana de su espíritu, las palabras entonces se balancean y aquello parece una danza que no tiene final. Si Damián viera al poeta escribiendo se alegraría de saber que hay en este mundo personas que no desean nada para sí, que se empeñan en cuidar las palabras como algo sagrado, más allá de su utilidad. La gente habla con algún propósito, se puede ver cuando alguien reclama, cuando grita, cuando acusa, cuando se lamenta; todo lo toma en cuenta el poeta y al escribir pareciera que devuelve las palabras limpias, como palabras nuevas. Sorprendentemente descubrimos que son las mismas palabras que usamos a diario.

 

Damián no cantaba. Nombraba. El poema en su voz era un idioma extraño. Sus hermanos llegaron a creer que estaba enloqueciendo. Poemas y dibujos. Mamá recordaba lo que decía la abuela cuando encontraba los pollitos muertos, asfixiados. Qué irá a ser de esta criatura. Él recordaba el rostro duro de la abuela, sus trenzas largas y entrecanas, su andar parsimonioso. Si el abuelo estuviera aquí, el abuelo de la fotografía, el niño le mostraría sus dibujos y el viejo le hablaría de lo que dicen en su pueblo, así suponía que sería encontrarse ahora con aquel hombrón que no llegó a conocer.

 

Había tratado de reunirse con los amigos y su aburrimiento era creciente. Ellos ansiaban demostrar a todos su hombría, como dios manda. Le veían raro, como si no fuera de este mundo. No bailas, no bebes, no fumas, no peleas, reprochábanle. Todos sus intentos de agruparse fracasaron rotundamente. Y como era de los pocos que estudiaban… no tardó en aislarse del todo. Había terminado los quince dibujos del Popol Vúh y extrañaba mucho a los viejos de la librería. Qué hacer con ellos. No los podía destruir y cada vez  que los sacaba del veliz para verlos su madre le decía desde la cocina aún están ahí, quizá sintiéndose responsable de la desaparición de sus dibujos del kinder.

 

Leyó varias versiones del libro de los mayas. Todos tenían una peculiaridad, aunque decían lo mismo en el fondo y ninguno estaba escrito en verso.

 

Luego fue pronunciada la palabra de los primeros hombres. Fueron creados de toda materia, de cieno, de madera, de ceniza.

Mas no sabían quién era su creador, o sabían más de lo que esperaron los señores, o miraban más lejos y escuchaban todo el rumor de la creación.

Pero nada sabían de su creador y eran soberbios, olvidadizos, haraganes y arrogantes.

Los Señores fueron devastadores.

El fuego de su estupor acabó con ellos.

 

Nada le hacía falta a Damián cuando repasaba de memoria el poema. Se iba a la cama con la sensación de haber comprendido la vida entera. Quizá por ello caminaba sin prisa, secretamente feliz de saberse poseedor de un tesoro intransferible, además de contar con el dibujo, esa suerte de magia que al parecer era capaz de convocar todas y cada una de las cosas del universo y hacerlas comparecer ante la mirada de cualquiera. Naturalmente, esto resultaba molesto a la mayoría de sus amigos, más aún si Damián no mostraba intención alguna de andar en pandilla. Bastaba con que no le gustara la música de la radio para que llovieran sobre él las más vergonzosas acusaciones. Levantaba los hombros, como diciendo qué se le va a hacer.

 

El imbatible torrente de las aguas desatadas fue disolviéndolos.

Probaron una y otra vez a darles nueva vida.

Probaron la suavidad y la ternura con que crecen los árboles.

Probaron la presteza de las bestias de caza, la candidez de las aves, la ingravidez del colibrí, la sapiencia de los lagartos y serpientes, la parsimonia de la tortuga.

Pero aquellos hombres no sabían mirar en el pliego del cielo.

 

En ciertos momentos el niño se reconocía en algunas palabras del poema. Pronunciadas eran otras. La sabiduría residía allí, estaba seguro. Crear un mundo, de la nada, era lo que más impresionaba a su cabeza febril. ¿Había tal poder? Hojeaba la Historia del Arte y al acercarse a las estampas sentía acercarse a una galaxia distante; temblaba conmovido y agradecía al Cielo haber recibido tan extraordinario regalo. Para el niño el Cielo no tenía límites y poco que ver con el espacio sobre su cabeza; había visto tantas imágenes de pintura que sus ideas iban cambiando a la velocidad que se sucedían las páginas. Le resultaba familiar contemplar por horas un paisaje del inglés Constable, un bodegón de Chardin, un grabado de Goya. Tan diferentes todos entre sí… y tan parecidos en algo que escapaba a su comprensión. Ya no veía el mantel de la mesa con la indiferencia rutinaria de cada día; intempestivamente había adquirido la facultad de observar las sombras en los objetos, el espectro cambiante en los diferentes tonos ámbar de las frutas, la luminosa tersura en las pupilas de la gente. Todo producido por la lectura del libro de Gombrich.

 

Al volver al poema se permitía asociar algún fragmento de Rubens a las palabras y con ello lograba atrapar un sentido inadvertido en sus anteriores lecturas. Lo mismo hacía con Velázquez, con Miró, con Malevich. Aprendió a asociar partes del poema con partes de pintura, hasta llegar a sentirse ligado a las imágenes como si fueran parte de él mismo. Soñaba flotar sobre una superficie colorida, abigarrada, que le hacía reír hasta las lágrimas y lo despertaba con los ojos húmedos. Ver reunida toda la pintura, la arquitectura y la escultura en un solo libro le tenía absorto, ido de este mundo. Y, sin embargo, se trataba precisamente de este mundo, de la obra de este mundo. A su manera, pensaba, las obras eran aquella creación de que hablaba el poema, iban poblando el mundo al igual que la ceiba, el lagarto, el ciervo, la caléndula, el topacio. En la pintura podía ver cierta alegría contagiosa, cierto empeño en colocarse entre las demás cosas como parte de una gran población de criaturas bellas. Ya no distinguía entre el amanecer enunciado en el poema y las diminutas pinceladas de los trajes pintados por Goya, al grado de concederle más realidad a la pintura, tal vez por su permanencia. En los cuadros del libro había una presencia que las cosas de la vida no tenían. ¿Era esto la eternidad? ¿De eso hablaba la sabiduría de los antigüos mayas?

 

A quién preguntar. La pareja de viejos ya no estaba en la librería. Acaso le quedaba únicamente preguntar en silencio a los grabados de su libro de Biología, en el que podía admirar la estructura celular, la enorme variedad del reino vegetal, la red nerviosa que portamos. Un orbe invisible al que accedía mediante las lecciones cada vez más apasionantes acerca del origen de la vida, la teoría de Oparin, un ruso que logró interesar a la comunidad científica acerca de lo que él llamaba caldo nutritivo primitivo. Pero no, la pintura intensificaba sus pensamientos, su vida, de tal modo que ya no volvía a ser el mismo quien entrara en esa atmósfera habitada por miles de obras de arte.

 

Había un televisor en el barrio. Para verlo había que pagar unos centavos. Él prefería sus libros. Por esos días apareció en casa un ejemplar de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha con grabados de Doré. Había descubierto el misterio con el poema, la ciencia con la Biología… ahora se encontraba ante un libro lleno de aventuras, festivo y serio a la vez. Le encantaba ver a ese hombre flaco irse a enderezar entuertos sin ton ni son.

 

-Hijo, ven a comer- le llamaba su madre.

-Sí, mamá, ya voy- respondía maquinalmente Damián.

-Se te enfría el plato, ven- le decía al oído.

-Sí- decía maquinalmente, y dejaba el libro abierto.

 

Había nobleza en Don Quijote. Poco entendía de las palabras con que estaba escrito el libro, antiguas, aldeanas, pero le gustaba ver el arrojo de aquel adefesio componiendo el mundo. Le era simpático y despertaba su ternura. Un hombre justiciero, especie que no abunda precisamente.

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