Crisálida 2. Óleo en lienzo. 120 x 100 cm. 2012
II
-Mamá…
-Hijo…
-La
abuela…
-Tu
abuela descansa.
Están
subiendo las cosas al camión que los llevará a Morelia. Él lleva en brazos el
diccionario. Todos van serios. Ahora vivirán juntos con su padre. Se alejarán
del bosque, de la casa de la abuela. En el trayecto va viendo el libro, pero
sin poder hojearlo por el trepidar del camino. Llegan a Quiroga y él no quiere
bajar. Tal vez no tiene hambre por la muerte de la abuela, dice mamá. Hacía una
semana había sido sepultada. No, la verdad es que se había quedado a leer en el
diccionario.
-En
los libros hay historias.
-Cuéntame
una historia.
-A
ver- La madre abre el diccionario y lee: Sócrates, filósofo griego del Siglo de
Pericles…
-No.
Este no- dice, pasando las hojas. -Telúrico- lee.
Su
rostro va serenándose. Prosigue leyendo. Damián ya no escucha. Su mirada se
posa en el paisaje pasando velozmente. Qué será ahora de la abuela; se ha ido
como el abuelo, como el abuelo del abuelo, como… Imparable, como el camión que
transporta sus pertenencias, la idea del pequeño va arribando a un espacio en
el que ya no hay rasgos de personas, ni nombres, solamente un área informe en
la que pareciera no poder mantenerse en pie ninguna imagen. ¿Es eso la muerte?
En ese lugar, donde no hay nadie ni nada, qué es lo que hay. Se entristece y
cierra los ojos para ver que se alejan como los árboles del paisaje las
personas.
-Es
el tiempo pasado- dice mamá.
-¿Atrás?-
pregunta el niño.
-No
sé, hijo. Es algo que ya no está.
En
los silencios de Damián aparece la palabra Pasado.
Los abuelos están allá, con sus cosas y sus familias, sus perros, su ropa,
todo.
-Y…
¿más atrás?
-No
lo sé, hijo.
Hay
que ver, piensa la madre. Niños preguntando esas cosas. Podría decirle que la
abuela está en el cielo. Ya lo veo preguntándome por tanta gente que ha muerto
y él mirando al cielo. Mi hijo y sus preguntas. Será mejor que le lea las
historias de los libros. Uno no tiene todas las respuestas. Sus otros hermanos
nada preguntan.
La
madre entonces comprende que el diccionario es una compañía inmejorable para
Damián, que no cesa de preguntar hacia
atrás. Ese libro era de su padre, con quien se reunirán nuevamente en
Morelia. Mamá parece pensar. Mira al niño de reojo. Admirable niño preguntón, parece
que algo le preocupa, no sé. Qué será de este niño, tenía razón su abuela.
Al
llegar a Morelia y desempacar todo se abre el veliz donde está el portafolio de
las fotos. Ahí guarda Damián el diccionario, ante la sonrisa complaciente de la
madre. Aquí vamos a vivir ahora, con papá, piensa el pequeño. Desde aquel día
se volvió un niño llorón. Demasiado sensible, decía la madre. Dos años después
ingresó al Internado; para entonces el ir hacia atrás le era tan familiar que
solía pasar muchas horas del día a solas, sin hacer ruido, sin pedir nada, casi
sin moverse. Era feliz en ese estado y salía a jugar muy poco, dedicado al diccionario,
en el que cada vez leía mejor, relacionando los grabados con las palabras,
elaborando las historias que no pudo leerle mamá. El libro era cada vez más
inseparable del niño, no un objeto sino una presencia; entendió gradualmente el
sentido de aquel libro de significados, combinando las descripciones hasta
construir relatos enteros hechos de fragmentos. ¿Así era la vida, fragmentos
reunidos? Al parecer.
En
la escuela simulaba ser uno de los mejores, para que le dejaran en paz. Veía
cómo a sus compañeros les escarnecían con castigos, les sometían al ridículo,
les maltrataban a diario. Dolía ver la saña con que los maestros abusaban de sus
compañeros. Así fue durante los cinco años que estuvo ahí. A intervalos buscaba
las explicaciones más completas en los libros, aunque indefectiblemente
regresaba al diccionario, siempre al diccionario, cada fin de semana que salía
a su casa.
Pero
no siempre era suficiente. Hasta cierto punto comprendía las palabras. Era como
si se hubieran vuelto cortas aquellas explicaciones. Entre más comprendía, más
cortas. Y dejó de leerlo, de preguntar, para concentrarse en los grabados, sólo
en los grabados. Así entró al fabuloso mundo de los mitos, griegos, sobre todo
los mitos griegos. Había imágenes para casi cualquier mito, imágenes de
personajes muy parecidos a la gente común, dibujados en la plancha de grabado
con gracia y elegancia, atractivos, seductores. Historias completas eran cada
uno de los grabados. Parecía comprender la historia del mundo gracias a esas
imágenes, allí mismo en el diccionario que ya acusaba los estragos del uso
continuo y exhaustivo mostrando las costuras del encuadernado.
En
los juegos esporádicos con sus amigos parecía estar ausente. No tienen un
diccionario, pensaba, y se escurría a la casa a continuar leyendo. Cuando
alguno le invitaba a su casa buscaba sin encontrar un libro, uno solo. Cómo
llegó a sentirse extraño entre sus iguales, un niño como cualquier otro, nadie
atinaba a saber. Damián sin duda era de otro mundo, con sus viajes hacia atrás
en el tiempo, con sus preguntas, con su pertinaz silencio.
-No
traes puesto el uniforme- vociferaba el prefecto.
-…
-¿No
dices nada?- fruncía el entrecejo el hombre.
-…
Esa
mañana fue la única vez que sintió en carne propia la prepotencia del adulto.
Mientras el sujeto vociferaba y maldecía, mientras sus compañeros le pedían que
contestara, Damián se mantenía en silencio, lo que desquiciaba más y más al
tipo. Sentir ese odio como una gran ola que te empapa, ofrecerse a ser
humillado, vilipendiado públicamente, le hacía sentirse fuerte, inmune,
victorioso, aunque pareciera lo contrario. Había emigrado, se había vuelto a
fugar en busca del principio de todo, sin duda en el pasado había sido así, se
decía, siempre los adultos dando órdenes, siempre confinándote a un rincón en
el que no podrás defenderte.
Veía
la dentadura amenazante del prefecto cerca de su rostro, gritándole dios sabe
qué cosas, pero él, niño indefenso, ya no estaba ahí, ya no podía ser
vulnerado. Algo le decía que aquello pertenecía a una de las páginas de
indescriptible belleza en la que los grabados mostraban algún pasaje de tiempos
remotos, quizá los griegos amenazando con arribar a las playas de Troya con las
teas encendidas. Algo tenía de encantamiento aquel rostro descompuesto que
pertenecía sin duda a los aedas recitando la carnicería homérica bajo el viento
salino del mar Negro.
La Ilíada. Quién lo diría. Había leído eso en el diccionario.
Una guerra con el pretexto del rapto de la bella Helena. Y de ahí Damián
saltaba a otra leyenda y a otra más. ¿Es verdad? ¿Se hizo una guerra por
Helena? Mamá no sabía responder. La única respuesta eran los libros. De regreso
a casa caminaba despacio para ver la ciudad y paraba en la librería, quedándose
buen rato pegado al cristal viendo títulos y portadas. Libros. ¿Estarán en
ellos todas las respuestas? Al menos todas las preguntas, se consolaba, y
proseguía rumbo a casa.
A
nadie en torno podía preguntar. Optó por copiar los grabados del diccionario. Mientra
dibujaba meditaba en las explicaciones de la mitología. Ahora Casandra, la
mujer que avisa a los troyanos de la traición griega. Ahora Caronte, el
barquero que conduce las almas en su tránsito al otro lado del Aqueronte, si
tenían el óbolo para pagar… y eran los grabados una versión de piezas
escultóricas que fue encontrando después en otros libros. Dibujar, dibujar,
dibujar. Pasaba días entregado al dibujo, cautivado por la riqueza imaginativa
de las imágenes. Al llegar a las musas se detuvo con especial expectación.
Hijas de Zeus y La Memoria, inspiradoras de las artes y las ciencias estas
entidades eran representadas por bellas mujeres acompañadas de sus atributos:
libros, flautas, flores, máscaras, astros… Nueve grabados las presentaban como
valores de belleza y sabiduría. En todo habían pensado los griegos. Calíope,
Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore, Urania. Sus
nombres resultaban eufónicos, sugerentes. En ningún otro lugar había encontrado
tantas cosas como en el diccionario.
-¿Te
gusta mucho dibujar?- preguntaba la madre.
-Si-
respondía Damián.
-¿Qué
quieres ser de grande?
-Dibujante.
La
madre y el padre se miraban entre sí. Incomprensible respuesta de un niño de
ocho años. Le llamaban a comer y estaba dibujando; se iban a dormir todos y el
niño dibujando. ¿Qué lo hacía permanecer agarrado al lápiz durante tanto
tiempo? Sus amigos le buscaban para jugar pero él prefería dibujar. Hojas y hojas
del cuaderno repletas de dibujos. Del diccionario pasó a los objetos reales:
tazas, fruta, zapatos. Luego salió a buscar en el paisaje y dibujaba los
árboles, las plantas en maceta, las flores en florero. Después personas.
Desconocía
cuanto pasaba en su barrio. Dibujaba a toda hora. Por momentos parecía agradar
esto a sus padres, mas cuando pasaba día y días en su tarea de dibujante
llegaban a alarmarse y volvían a preguntar te
gusta dibujar, con más temor que interés. ¿Había algo en el dibujo que los
padres no comprendían?
Un
día llegó a casa con un capullo de mariposa, semejante a aquel que llevó años
atrás y había perdido entre la maleza del llano. Lo traía envuelto en una hoja
de papel; desplegó el papel sobre la mesa del comedor en la que realizaba las
tareas escolares… y se dispuso a dibujar aquello. Recordaba la palabra: Crisálida.
Dibujar el exterior de un enigmático animalito que será una mariposa en unas
semanas le producía un placer extraordinario porque sabía que dentro había algo
viviente que no se dejaba ver sino hasta completar la formación de alas y
patas. Algo viviente que surgiría completamente transformado. ¿Qué pasa dentro
mientras es crisálida? A los ocho años se pregunta Damián, sin poder acudir a
sus hermanos mayores en busca de respuesta, ni a sus maestros interesados tan
sólo en que el pequeño aprenda las tablas de multiplicar, las capitales del
mundo y los husos horarios. Como él, nadie ha viajado tanto como para saber
decirle si Grecia está ahí, si la gran estepa rusa no es más que otra leyenda,
si es verdad que hay un desierto como el Sahara o si Las Mil y Una Noches es un relato que cuentan los árabes desde el
siglo IX. Todos han estado cerca, sin más que la imaginación y la lectura, ahí
reunidos en un diccionario so los amigos no lo entendieron en ningún momento.
-En
la casa hay un libro que dice…
-Ya
vas a empezar, Damián.
-Es
que, de verdad, en el espacio…
-¿No
te aburres?
Invariablemente
guardaba silencio ante sus amigos. No leían libros, no tenían libros, no sabían
ir hacia atrás en el tiempo. Tenía la impresión de que vivían en constante
movimiento, sin parar, sin descansar un poco y aventurarse a pensar en cosas
invisibles pero reales. Él podía ver en su imaginación. ¿Por qué ellos no? Él
podía dibujar, pasar mucho tiempo raspando el lápiz en la superficie del papel
hasta lograr la imagen de algo, de alguien. Un día dibujó una flor, una rosa.
La vecina le pidió el dibujo. Mágicamente, los amigos se burlaban diciendo que
era su novia. Niños. Una secreta sabiduría asomaba entre los espacios que iba
dejando el lápiz en el papel. No era el trazo sino el espacio en blanco, el
vacío, lo que hacía aparecer la forma, una especie de vínculo indescifrable que
ponía en movimiento los sentimientos de quienes veían aquellos dibujos. Enamorado
de la forma, perseguía en el territorio del papel la imagen completa de sus
preguntas. ¿Qué es la vida? Una y otra vez regresaba al dibujo.
Recordaba
los ángeles vistos en su primera infancia, en la nave del templo, cuando mamá
encendía una vela y lloraba. Pero eso no lo podía dibujar, aunque había
grabados de ángeles y arcángeles. Elegía flores para acercarse a la textura
resplandeciente del pétalo que se marchitaría al día siguiente. Aprisa, aprisa,
fabricaba el claroscuro más sutil para lograrlo. Los adultos susurraban cosas
al ver sus dibujos. Qué caso tenía hacerlo. La flor es efímera, lo sabemos; la
flor vuelve a brotar en otra flor, lo sabemos. Efímera y eterna. Eso era lo que
Damián buscaba, el punto exacto en el que las cosas dejan de ser, de estar ante
nosotros y se convierten en imperecederas por el prodigioso dibujo que las
evoca. Difícil de decir para un niño, muy difícil. Prefería pasar por tonto,
despistado, incapaz de inteligir las bromas de sus amigos y las de los adultos.
¿Veían ellos lo que él veía?
Siguen
ahí en los jardines floreciendo las rosas, pero aquellas rosas de los dibujos
son memorables, imperfectas, pero memorables. Son la versión coloquial de la
flor, no de una flor en especial sino de todas las flores, sean rosas o no. Y
Damián no podía decirlo, sólo dibujaba, se mantenía agarrado al timón de su
lápiz, que cada día manejaba mejor.
Eso
no estaba en los libros. Imperceptiblemente se fue alejando de ellos y de las
explicaciones. Dibujar era lo mismo que ir poblando un mundo inexistente hasta
ese día. Después de dibujar ya podía quedarse a vivir entre los cúmulos de
sombra y luz fraguados en una hoja de papel. El asombro causado por sus dibujos
fue convirtiéndose en admiración. Sus padres dejaron de preguntar. ¿Terminaba
todo su esfuerzo por educarlo en la mejor escuela en un dibujante? Ellos
querían verlo convertido en médico, profesor, ingeniero. ¿Eso sería el resto de
su vida? Evidentemente. Nada sabían de la felicidad que encontraba al hacerlo.
Increíble. Una felicidad en la punta del lápiz. Bastaba tener lápiz y papel.
Bien visto, aquel pacífico empeño era mucho mejor que cualquier cosa, sin
embargo los adultos aún esperaban algo más. Lo sabía Damián, quien no deja de
pensar en los deseos de sus padres… y en libros. Hacía todo cuanto podía por
complacerlos.
El
tiempo de asistir a la secundaria había llegado, a sus casi once años.
-La
vida comenzó en el mar- escucha decir a su maestro de Biología.
Nunca
ha visto el mar. Para saber tendrá que asomarse al libro y ver la diatomea en
el microscopio. Dibuja una diatomea, que es un alga microscópica unicelular, la
que integra el fitoplancton, base de
la vida en el océano. Ese organismo significa el principio de la vida para su maestro
de Biología. Bios= vida, Logos= tratado. Ahí va la vida, en el libro con la
diatomea. Nada que no pueda dibujarse. ¿Y más atrás? Damián yendo a preguntar a
la noche estrellada, observando como observaban los viejos más viejos la noche
sobre sus cabezas. Antes de todo ¿Había algo antes de todo?
Se han
reunido los señores del Cielo.
Crearán el
mundo, este mundo.
Apartarán la
oscuridad y el vacío, el silencio intemporal.
Pondrán lugar
donde no había lugar.
Aquí es aquí
desde este momento.
Nada volverá
atrás.
Damián
lee una y otra vez las palabras antiguas, salidas de las páginas de un libro
intitulado, de pocas páginas, aparecido entre los desperdicios de una librería
a la que por fin ha entrado a preguntar.
-¿Te
gusta leer? Llévate este libro, te lo regalo. No tiene todas las páginas.
Llévatelo. Te va a gustar. Es extraño ver un niño lector. Anda, es tuyo. Ni
título tiene. Buscaré otras cosas para darte. Ven cuando quieras, esta es tu
casa- el monólogo de la mujer cesó.
-Gracias-
atinó a decir Damián, sin poder dar un paso, sorprendido por el obsequio.
Llevaría
las hojas a casa, las limpiaría del moho y el polvo, las leería y regresaría a
platicar con la mujer de la librería. En los escaparates no había ni un solo
libro viejo; sin duda esas hojas pertenecían a la mujer, a su madre, o a su
abuela. Había alguien en la librería que solía leer, sin duda. Emocionado,
apretaba las hojas contra el suéter. Parecía querer llover.
Había
salido de vacaciones y ya recibía un libro, aquellas hojas a punto de
deshacerse eran para él un libro, sin título, incompleto, sin empastado,
descosidas, pero un libro, su primer libro.
Dejaría
de dibujar durante todas las vacaciones para dedicarse a la lectura atenta de
los versos aquellos. Hasta ese día no había tenido noticias de poemas que no
fueran sino a la patria, la bandera, los próceres, la historia. Recordaba que
en el diccionario decía que la Ilíada
y la Odisea eran poemas homéricos.
¿Había escrito Homero los dos libros? Entre más lo pensaba más desmesurado le
parecía y se imaginaba al tal Homero dedicar toda una vida a esos libros. Pero
no, decía, no alcanzaría una vida para escribir tanto… y en verso. Oh, aquello
le hacía dar vueltas la cabeza, mientras sonreía al ver las hojas que le había
entregado aquella mujer.
Los
señores del Cielo… ¿De qué señores se trataba? ¿Había un Cielo que no era el
mismo que estaba a punto de desplomarse en forma de aguacero? ¿De qué trataba
el libro, del principio de las cosas? ¿Respondería las preguntas que solía
hacerse cuando iba hacia atrás en el tiempo? No tenía memoria de haber sentido
tal interés en otra ocasión. Le parecía increíble que en unas hojas recuperadas
de la basura estuvieran cifradas las respuestas.
-Es
un niño apenas.
-Tiene
edad suficiente, once años, creo.
-¿Lo
leerá? ¿Crees que lo hará? Los niños no leen, quieren jugar.
-
Pero hay niños dotados.
-¿Es
este el caso?
-No
negarás que es mejor que alguien lea ese libro a dejarlo en el tacho de la
basura.
-De
todas formas lo ibas a desechar.
-…
y apareció en la puerta. Para mí es suficiente. No necesito más.
La
pareja bebía café en el patio árabe del interior. La librería daba a la calle.
Ella, chispeante, lucía más joven. El hombre encendía un cigarrillo. Parecían
contentos de tener la librería, de poder pasar sus últimos años dedicados a
recomendar lecturas, obsequiar de vez en cuando los libros que se iban poniendo
viejos, amarillentos, entonces se apostaban al acecho y cuando veían la ocasión
salía uno de ellos y entregaba la reliquia. Conocían todos los libros del
establecimiento y aprendieron a conocer a las personas indicadas para recibir
el libro asignado. Con frecuencia celebraban entre ellos los aciertos al elegir
a los afortunados. Esta vez un brillo especial en los ojos de ella insinuaba
que esa tarde comenzaría una nueva historia: un niño leería el libro más
apreciado por ellos.
Damián
llegó a la casa, dispuesto a leer las hojas. Tenía las líneas iniciales muy
presentes. Había formulado una pregunta antes de llegar a la librería y, por
las líneas del primer poema, parecía que desde las hojas quebradizas le
respondía quien había escrito el poema. Antes de todo había un principio.
Quería saber de qué principio se trataba. No parecían las palabras que citaba
el sacerdote en la misa, sacadas de la Biblia, sino palabras humanas. Un
placentero escalofrío recorrió su espalda. Ahí estaban los versos que había
alcanzado a leer en la librería. ¿Qué tenían que ver aquellos versos con las
diatomeas de la clase de Biología?
Antes de
ahora era la nada sin sentido.
Era
el siguiente verso. La inquietud aumentaba. Sentía que había subido a un tren
que iba demasiado rápido. Las palabras iban acomodándose con dificultad,
apretujándose entre las lecciones de la escuela y las preguntas sin respuesta.
Agitado, siguió leyendo.
Es el tiempo, se dijeron.
Comienza la cuenta de los días a partir de
esta voluta de luz.
Se irán agregando briznas de existencia hasta
que todo quede en su sitio.
Apartan los abismos, dando paso a la claridad
del firmamento que desciende sobre las cosas.
Qué pasaría
si dejara de leer ahora mismo. No le gustó la idea de perder la lectura hasta
el final. Hojeó el poema, parecía completo. No sabía cuánto tardaría en leer todo
el documento. Faltaban las hojas iniciales y las finales. Nunca sabría quién
había escrito el libro, pero ya no quería separarse de esas hojas. El libro era
claro, utilizaba las palabras más comunes, aunque el sentido escapaba a su
comprensión. Podía entender la teoría de la evolución a partir de la diatomea,
como entendía el inconmensurable amor de Héctor por Helena, el álgebra…
Entre más
leía más turbulenta parecía ser la lectura. Tenía la noción de que estaba
yéndose hacia atrás, esta vez de manera involuntaria. Era desconcertante. Nunca
le había sucedido. Parecía que sabía a qué se refería el poema, aunque era tan
novedoso que no lograba ver la forma. Cuando dibujaba podía perderse en las
líneas y manchas del lápiz, pero terminaba encontrando al final la manera de
terminar. Dibujar ahora le parecía un trabajo sencillo que se resolvía con
sencillez. Los versos no. Conforme avanzaba en la lectura del poema crecía un
temor a perderse, a quedar a oscuras. Las diatomeas, se decía, son inmóviles,
no cambian de principio a fin. El verso es diferente.
Sentía
vértigo. Si hubiera estado en la orilla del mar habría sentido lo mismo. La inmensidad
es así. Damián decide guardar las hojas envueltas en un trozo de manta, entre
los demás libros. Sale a la calle a buscar a los amigos, ayuda en la limpieza
de la casa. Distraerse, quiere distraerse. Las palabras del poema van quedando
en otro plano y dejan de inquietarle. Toma una manzana del frutero. Es
temprano; el aire de la mañana le hace bien. Camina hasta el jardín de Villalongín,
a lo largo de la calle Luis Moya, hasta llegar a la fuente de Minerva. La fuente aún no se enciende y
hay rocío en el pasto. Las rosas están bañadas de rocío también. Se acerca para
verlas más de cerca. La contemplación de la flor le mantiene distraído.
Suspira. Aspira el aroma de la rosa y suspira. Los dibujos que ha hecho carecen
de aroma, si pudiera dibujarse aquello se desdibujaría a flor. Regresa a casa
luego de un rato de permanecer sentado en uno de los bancos de metal forjado; los
demás no se han levantado. Sólo la madre está de pie, lavando trastes de la
cocina. En la mesa del comedor está el periódico. Sale a la puerta de la calle,
se sienta en el quicio a ver pasar a la gente que va temprano al trabajo.
Buenos días, dice el del pan; buenos días, dice la señora que lleva los
nopales; buenos días, el albañil. Sus vecinos. Comienzan a salir los niños del
barrio. Ya no siente el vértigo.
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