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domingo, 11 de agosto de 2013


 
 
Crisálida 2. Óleo en lienzo. 120 x 100 cm. 2012
 
 
 
 
 
II

 

-Mamá…

-Hijo…

-La abuela…

-Tu abuela descansa.

 

Están subiendo las cosas al camión que los llevará a Morelia. Él lleva en brazos el diccionario. Todos van serios. Ahora vivirán juntos con su padre. Se alejarán del bosque, de la casa de la abuela. En el trayecto va viendo el libro, pero sin poder hojearlo por el trepidar del camino. Llegan a Quiroga y él no quiere bajar. Tal vez no tiene hambre por la muerte de la abuela, dice mamá. Hacía una semana había sido sepultada. No, la verdad es que se había quedado a leer en el diccionario.

 

-En los libros hay historias.

-Cuéntame una historia.

-A ver- La madre abre el diccionario y lee: Sócrates, filósofo griego del Siglo de Pericles…

-No. Este no- dice, pasando las hojas. -Telúrico- lee.

 

Su rostro va serenándose. Prosigue leyendo. Damián ya no escucha. Su mirada se posa en el paisaje pasando velozmente. Qué será ahora de la abuela; se ha ido como el abuelo, como el abuelo del abuelo, como… Imparable, como el camión que transporta sus pertenencias, la idea del pequeño va arribando a un espacio en el que ya no hay rasgos de personas, ni nombres, solamente un área informe en la que pareciera no poder mantenerse en pie ninguna imagen. ¿Es eso la muerte? En ese lugar, donde no hay nadie ni nada, qué es lo que hay. Se entristece y cierra los ojos para ver que se alejan como los árboles del paisaje las personas.

 

-Es el tiempo pasado- dice mamá.

-¿Atrás?- pregunta el niño.

-No sé, hijo. Es algo que ya no está.

 

En los silencios de Damián aparece la palabra Pasado. Los abuelos están allá, con sus cosas y sus familias, sus perros, su ropa, todo.

 

-Y… ¿más atrás?

-No lo sé, hijo.

 

Hay que ver, piensa la madre. Niños preguntando esas cosas. Podría decirle que la abuela está en el cielo. Ya lo veo preguntándome por tanta gente que ha muerto y él mirando al cielo. Mi hijo y sus preguntas. Será mejor que le lea las historias de los libros. Uno no tiene todas las respuestas. Sus otros hermanos nada preguntan.

La madre entonces comprende que el diccionario es una compañía inmejorable para Damián, que no cesa de preguntar hacia atrás. Ese libro era de su padre, con quien se reunirán nuevamente en Morelia. Mamá parece pensar. Mira al niño de reojo. Admirable niño preguntón, parece que algo le preocupa, no sé. Qué será de este niño, tenía razón su abuela.

 

Al llegar a Morelia y desempacar todo se abre el veliz donde está el portafolio de las fotos. Ahí guarda Damián el diccionario, ante la sonrisa complaciente de la madre. Aquí vamos a vivir ahora, con papá, piensa el pequeño. Desde aquel día se volvió un niño llorón. Demasiado sensible, decía la madre. Dos años después ingresó al Internado; para entonces el ir hacia atrás le era tan familiar que solía pasar muchas horas del día a solas, sin hacer ruido, sin pedir nada, casi sin moverse. Era feliz en ese estado y salía a jugar muy poco, dedicado al diccionario, en el que cada vez leía mejor, relacionando los grabados con las palabras, elaborando las historias que no pudo leerle mamá. El libro era cada vez más inseparable del niño, no un objeto sino una presencia; entendió gradualmente el sentido de aquel libro de significados, combinando las descripciones hasta construir relatos enteros hechos de fragmentos. ¿Así era la vida, fragmentos reunidos? Al parecer.

 

En la escuela simulaba ser uno de los mejores, para que le dejaran en paz. Veía cómo a sus compañeros les escarnecían con castigos, les sometían al ridículo, les maltrataban a diario. Dolía ver la saña con que los maestros abusaban de sus compañeros. Así fue durante los cinco años que estuvo ahí. A intervalos buscaba las explicaciones más completas en los libros, aunque indefectiblemente regresaba al diccionario, siempre al diccionario, cada fin de semana que salía a su casa.

Pero no siempre era suficiente. Hasta cierto punto comprendía las palabras. Era como si se hubieran vuelto cortas aquellas explicaciones. Entre más comprendía, más cortas. Y dejó de leerlo, de preguntar, para concentrarse en los grabados, sólo en los grabados. Así entró al fabuloso mundo de los mitos, griegos, sobre todo los mitos griegos. Había imágenes para casi cualquier mito, imágenes de personajes muy parecidos a la gente común, dibujados en la plancha de grabado con gracia y elegancia, atractivos, seductores. Historias completas eran cada uno de los grabados. Parecía comprender la historia del mundo gracias a esas imágenes, allí mismo en el diccionario que ya acusaba los estragos del uso continuo y exhaustivo mostrando las costuras del encuadernado.

 

En los juegos esporádicos con sus amigos parecía estar ausente. No tienen un diccionario, pensaba, y se escurría a la casa a continuar leyendo. Cuando alguno le invitaba a su casa buscaba sin encontrar un libro, uno solo. Cómo llegó a sentirse extraño entre sus iguales, un niño como cualquier otro, nadie atinaba a saber. Damián sin duda era de otro mundo, con sus viajes hacia atrás en el tiempo, con sus preguntas, con su pertinaz silencio.

 

-No traes puesto el uniforme- vociferaba el prefecto.

-…

-¿No dices nada?- fruncía el entrecejo el hombre.

-…

 

Esa mañana fue la única vez que sintió en carne propia la prepotencia del adulto. Mientras el sujeto vociferaba y maldecía, mientras sus compañeros le pedían que contestara, Damián se mantenía en silencio, lo que desquiciaba más y más al tipo. Sentir ese odio como una gran ola que te empapa, ofrecerse a ser humillado, vilipendiado públicamente, le hacía sentirse fuerte, inmune, victorioso, aunque pareciera lo contrario. Había emigrado, se había vuelto a fugar en busca del principio de todo, sin duda en el pasado había sido así, se decía, siempre los adultos dando órdenes, siempre confinándote a un rincón en el que no podrás defenderte.

Veía la dentadura amenazante del prefecto cerca de su rostro, gritándole dios sabe qué cosas, pero él, niño indefenso, ya no estaba ahí, ya no podía ser vulnerado. Algo le decía que aquello pertenecía a una de las páginas de indescriptible belleza en la que los grabados mostraban algún pasaje de tiempos remotos, quizá los griegos amenazando con arribar a las playas de Troya con las teas encendidas. Algo tenía de encantamiento aquel rostro descompuesto que pertenecía sin duda a los aedas recitando la carnicería homérica bajo el viento salino del mar Negro.

 

La Ilíada. Quién lo diría. Había leído eso en el diccionario. Una guerra con el pretexto del rapto de la bella Helena. Y de ahí Damián saltaba a otra leyenda y a otra más. ¿Es verdad? ¿Se hizo una guerra por Helena? Mamá no sabía responder. La única respuesta eran los libros. De regreso a casa caminaba despacio para ver la ciudad y paraba en la librería, quedándose buen rato pegado al cristal viendo títulos y portadas. Libros. ¿Estarán en ellos todas las respuestas? Al menos todas las preguntas, se consolaba, y proseguía rumbo a casa.

 

A nadie en torno podía preguntar. Optó por copiar los grabados del diccionario. Mientra dibujaba meditaba en las explicaciones de la mitología. Ahora Casandra, la mujer que avisa a los troyanos de la traición griega. Ahora Caronte, el barquero que conduce las almas en su tránsito al otro lado del Aqueronte, si tenían el óbolo para pagar… y eran los grabados una versión de piezas escultóricas que fue encontrando después en otros libros. Dibujar, dibujar, dibujar. Pasaba días entregado al dibujo, cautivado por la riqueza imaginativa de las imágenes. Al llegar a las musas se detuvo con especial expectación. Hijas de Zeus y La Memoria, inspiradoras de las artes y las ciencias estas entidades eran representadas por bellas mujeres acompañadas de sus atributos: libros, flautas, flores, máscaras, astros… Nueve grabados las presentaban como valores de belleza y sabiduría. En todo habían pensado los griegos. Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore, Urania. Sus nombres resultaban eufónicos, sugerentes. En ningún otro lugar había encontrado tantas cosas como en el diccionario.

 

-¿Te gusta mucho dibujar?- preguntaba la madre.

-Si- respondía Damián.

-¿Qué quieres ser de grande?

-Dibujante.

 

La madre y el padre se miraban entre sí. Incomprensible respuesta de un niño de ocho años. Le llamaban a comer y estaba dibujando; se iban a dormir todos y el niño dibujando. ¿Qué lo hacía permanecer agarrado al lápiz durante tanto tiempo? Sus amigos le buscaban para jugar pero él prefería dibujar. Hojas y hojas del cuaderno repletas de dibujos. Del diccionario pasó a los objetos reales: tazas, fruta, zapatos. Luego salió a buscar en el paisaje y dibujaba los árboles, las plantas en maceta, las flores en florero. Después personas.

Desconocía cuanto pasaba en su barrio. Dibujaba a toda hora. Por momentos parecía agradar esto a sus padres, mas cuando pasaba día y días en su tarea de dibujante llegaban a alarmarse y volvían a preguntar te gusta dibujar, con más temor que interés. ¿Había algo en el dibujo que los padres no comprendían?

 

Un día llegó a casa con un capullo de mariposa, semejante a aquel que llevó años atrás y había perdido entre la maleza del llano. Lo traía envuelto en una hoja de papel; desplegó el papel sobre la mesa del comedor en la que realizaba las tareas escolares… y se dispuso a dibujar aquello. Recordaba la palabra: Crisálida. Dibujar el exterior de un enigmático animalito que será una mariposa en unas semanas le producía un placer extraordinario porque sabía que dentro había algo viviente que no se dejaba ver sino hasta completar la formación de alas y patas. Algo viviente que surgiría completamente transformado. ¿Qué pasa dentro mientras es crisálida? A los ocho años se pregunta Damián, sin poder acudir a sus hermanos mayores en busca de respuesta, ni a sus maestros interesados tan sólo en que el pequeño aprenda las tablas de multiplicar, las capitales del mundo y los husos horarios. Como él, nadie ha viajado tanto como para saber decirle si Grecia está ahí, si la gran estepa rusa no es más que otra leyenda, si es verdad que hay un desierto como el Sahara o si Las Mil y Una Noches es un relato que cuentan los árabes desde el siglo IX. Todos han estado cerca, sin más que la imaginación y la lectura, ahí reunidos en un diccionario so los amigos no lo entendieron en ningún momento.

 

-En la casa hay un libro que dice…

-Ya vas a empezar, Damián.

-Es que, de verdad, en el espacio…

-¿No te aburres?

 

Invariablemente guardaba silencio ante sus amigos. No leían libros, no tenían libros, no sabían ir hacia atrás en el tiempo. Tenía la impresión de que vivían en constante movimiento, sin parar, sin descansar un poco y aventurarse a pensar en cosas invisibles pero reales. Él podía ver en su imaginación. ¿Por qué ellos no? Él podía dibujar, pasar mucho tiempo raspando el lápiz en la superficie del papel hasta lograr la imagen de algo, de alguien. Un día dibujó una flor, una rosa. La vecina le pidió el dibujo. Mágicamente, los amigos se burlaban diciendo que era su novia. Niños. Una secreta sabiduría asomaba entre los espacios que iba dejando el lápiz en el papel. No era el trazo sino el espacio en blanco, el vacío, lo que hacía aparecer la forma, una especie de vínculo indescifrable que ponía en movimiento los sentimientos de quienes veían aquellos dibujos. Enamorado de la forma, perseguía en el territorio del papel la imagen completa de sus preguntas. ¿Qué es la vida? Una y otra vez regresaba al dibujo.

 

Recordaba los ángeles vistos en su primera infancia, en la nave del templo, cuando mamá encendía una vela y lloraba. Pero eso no lo podía dibujar, aunque había grabados de ángeles y arcángeles. Elegía flores para acercarse a la textura resplandeciente del pétalo que se marchitaría al día siguiente. Aprisa, aprisa, fabricaba el claroscuro más sutil para lograrlo. Los adultos susurraban cosas al ver sus dibujos. Qué caso tenía hacerlo. La flor es efímera, lo sabemos; la flor vuelve a brotar en otra flor, lo sabemos. Efímera y eterna. Eso era lo que Damián buscaba, el punto exacto en el que las cosas dejan de ser, de estar ante nosotros y se convierten en imperecederas por el prodigioso dibujo que las evoca. Difícil de decir para un niño, muy difícil. Prefería pasar por tonto, despistado, incapaz de inteligir las bromas de sus amigos y las de los adultos. ¿Veían ellos lo que él veía?

Siguen ahí en los jardines floreciendo las rosas, pero aquellas rosas de los dibujos son memorables, imperfectas, pero memorables. Son la versión coloquial de la flor, no de una flor en especial sino de todas las flores, sean rosas o no. Y Damián no podía decirlo, sólo dibujaba, se mantenía agarrado al timón de su lápiz, que cada día manejaba mejor.

 

Eso no estaba en los libros. Imperceptiblemente se fue alejando de ellos y de las explicaciones. Dibujar era lo mismo que ir poblando un mundo inexistente hasta ese día. Después de dibujar ya podía quedarse a vivir entre los cúmulos de sombra y luz fraguados en una hoja de papel. El asombro causado por sus dibujos fue convirtiéndose en admiración. Sus padres dejaron de preguntar. ¿Terminaba todo su esfuerzo por educarlo en la mejor escuela en un dibujante? Ellos querían verlo convertido en médico, profesor, ingeniero. ¿Eso sería el resto de su vida? Evidentemente. Nada sabían de la felicidad que encontraba al hacerlo. Increíble. Una felicidad en la punta del lápiz. Bastaba tener lápiz y papel. Bien visto, aquel pacífico empeño era mucho mejor que cualquier cosa, sin embargo los adultos aún esperaban algo más. Lo sabía Damián, quien no deja de pensar en los deseos de sus padres… y en libros. Hacía todo cuanto podía por complacerlos.

El tiempo de asistir a la secundaria había llegado, a sus casi once años.

 

-La vida comenzó en el mar- escucha decir a su maestro de Biología.

 

Nunca ha visto el mar. Para saber tendrá que asomarse al libro y ver la diatomea en el microscopio. Dibuja una diatomea, que es un alga microscópica unicelular, la que integra el fitoplancton, base de la vida en el océano. Ese organismo significa el principio de la vida para su maestro de Biología. Bios= vida, Logos= tratado. Ahí va la vida, en el libro con la diatomea. Nada que no pueda dibujarse. ¿Y más atrás? Damián yendo a preguntar a la noche estrellada, observando como observaban los viejos más viejos la noche sobre sus cabezas. Antes de todo ¿Había algo antes de todo?

 

Se han reunido los señores del Cielo.

Crearán el mundo, este mundo.

Apartarán la oscuridad y el vacío, el silencio intemporal.

Pondrán lugar donde no había lugar.

Aquí es aquí desde este momento.

Nada volverá atrás.

 

Damián lee una y otra vez las palabras antiguas, salidas de las páginas de un libro intitulado, de pocas páginas, aparecido entre los desperdicios de una librería a la que por fin ha entrado a preguntar.

 

-¿Te gusta leer? Llévate este libro, te lo regalo. No tiene todas las páginas. Llévatelo. Te va a gustar. Es extraño ver un niño lector. Anda, es tuyo. Ni título tiene. Buscaré otras cosas para darte. Ven cuando quieras, esta es tu casa- el monólogo de la mujer cesó.

-Gracias- atinó a decir Damián, sin poder dar un paso, sorprendido por el obsequio.

 

Llevaría las hojas a casa, las limpiaría del moho y el polvo, las leería y regresaría a platicar con la mujer de la librería. En los escaparates no había ni un solo libro viejo; sin duda esas hojas pertenecían a la mujer, a su madre, o a su abuela. Había alguien en la librería que solía leer, sin duda. Emocionado, apretaba las hojas contra el suéter. Parecía querer llover.

Había salido de vacaciones y ya recibía un libro, aquellas hojas a punto de deshacerse eran para él un libro, sin título, incompleto, sin empastado, descosidas, pero un libro, su primer libro.

 

Dejaría de dibujar durante todas las vacaciones para dedicarse a la lectura atenta de los versos aquellos. Hasta ese día no había tenido noticias de poemas que no fueran sino a la patria, la bandera, los próceres, la historia. Recordaba que en el diccionario decía que la Ilíada y la Odisea eran poemas homéricos. ¿Había escrito Homero los dos libros? Entre más lo pensaba más desmesurado le parecía y se imaginaba al tal Homero dedicar toda una vida a esos libros. Pero no, decía, no alcanzaría una vida para escribir tanto… y en verso. Oh, aquello le hacía dar vueltas la cabeza, mientras sonreía al ver las hojas que le había entregado aquella mujer.

 

Los señores del Cielo… ¿De qué señores se trataba? ¿Había un Cielo que no era el mismo que estaba a punto de desplomarse en forma de aguacero? ¿De qué trataba el libro, del principio de las cosas? ¿Respondería las preguntas que solía hacerse cuando iba hacia atrás en el tiempo? No tenía memoria de haber sentido tal interés en otra ocasión. Le parecía increíble que en unas hojas recuperadas de la basura estuvieran cifradas las respuestas.

 

-Es un niño apenas.

-Tiene edad suficiente, once años, creo.

-¿Lo leerá? ¿Crees que lo hará? Los niños no leen, quieren jugar.

- Pero hay niños dotados.

-¿Es este el caso?

-No negarás que es mejor que alguien lea ese libro a dejarlo en el tacho de la basura.

-De todas formas lo ibas a desechar.

-… y apareció en la puerta. Para mí es suficiente. No necesito más.

 

La pareja bebía café en el patio árabe del interior. La librería daba a la calle. Ella, chispeante, lucía más joven. El hombre encendía un cigarrillo. Parecían contentos de tener la librería, de poder pasar sus últimos años dedicados a recomendar lecturas, obsequiar de vez en cuando los libros que se iban poniendo viejos, amarillentos, entonces se apostaban al acecho y cuando veían la ocasión salía uno de ellos y entregaba la reliquia. Conocían todos los libros del establecimiento y aprendieron a conocer a las personas indicadas para recibir el libro asignado. Con frecuencia celebraban entre ellos los aciertos al elegir a los afortunados. Esta vez un brillo especial en los ojos de ella insinuaba que esa tarde comenzaría una nueva historia: un niño leería el libro más apreciado por ellos.

 

Damián llegó a la casa, dispuesto a leer las hojas. Tenía las líneas iniciales muy presentes. Había formulado una pregunta antes de llegar a la librería y, por las líneas del primer poema, parecía que desde las hojas quebradizas le respondía quien había escrito el poema. Antes de todo había un principio. Quería saber de qué principio se trataba. No parecían las palabras que citaba el sacerdote en la misa, sacadas de la Biblia, sino palabras humanas. Un placentero escalofrío recorrió su espalda. Ahí estaban los versos que había alcanzado a leer en la librería. ¿Qué tenían que ver aquellos versos con las diatomeas de la clase de Biología?  

 

Antes de ahora era la nada sin sentido.

 

Era el siguiente verso. La inquietud aumentaba. Sentía que había subido a un tren que iba demasiado rápido. Las palabras iban acomodándose con dificultad, apretujándose entre las lecciones de la escuela y las preguntas sin respuesta. Agitado, siguió leyendo.

 

Es el tiempo, se dijeron.

Comienza la cuenta de los días a partir de esta voluta de luz.

Se irán agregando briznas de existencia hasta que todo quede en su sitio.

Apartan los abismos, dando paso a la claridad del firmamento que desciende sobre las cosas.

 

Qué pasaría si dejara de leer ahora mismo. No le gustó la idea de perder la lectura hasta el final. Hojeó el poema, parecía completo. No sabía cuánto tardaría en leer todo el documento. Faltaban las hojas iniciales y las finales. Nunca sabría quién había escrito el libro, pero ya no quería separarse de esas hojas. El libro era claro, utilizaba las palabras más comunes, aunque el sentido escapaba a su comprensión. Podía entender la teoría de la evolución a partir de la diatomea, como entendía el inconmensurable amor de Héctor por Helena, el álgebra…

 

Entre más leía más turbulenta parecía ser la lectura. Tenía la noción de que estaba yéndose hacia atrás, esta vez de manera involuntaria. Era desconcertante. Nunca le había sucedido. Parecía que sabía a qué se refería el poema, aunque era tan novedoso que no lograba ver la forma. Cuando dibujaba podía perderse en las líneas y manchas del lápiz, pero terminaba encontrando al final la manera de terminar. Dibujar ahora le parecía un trabajo sencillo que se resolvía con sencillez. Los versos no. Conforme avanzaba en la lectura del poema crecía un temor a perderse, a quedar a oscuras. Las diatomeas, se decía, son inmóviles, no cambian de principio a fin. El verso es diferente.

 

Sentía vértigo. Si hubiera estado en la orilla del mar habría sentido lo mismo. La inmensidad es así. Damián decide guardar las hojas envueltas en un trozo de manta, entre los demás libros. Sale a la calle a buscar a los amigos, ayuda en la limpieza de la casa. Distraerse, quiere distraerse. Las palabras del poema van quedando en otro plano y dejan de inquietarle. Toma una manzana del frutero. Es temprano; el aire de la mañana le hace bien. Camina hasta el jardín de Villalongín, a lo largo de la calle Luis Moya, hasta llegar a la fuente de Minerva. La fuente aún no se enciende y hay rocío en el pasto. Las rosas están bañadas de rocío también. Se acerca para verlas más de cerca. La contemplación de la flor le mantiene distraído. Suspira. Aspira el aroma de la rosa y suspira. Los dibujos que ha hecho carecen de aroma, si pudiera dibujarse aquello se desdibujaría a flor. Regresa a casa luego de un rato de permanecer sentado en uno de los bancos de metal forjado; los demás no se han levantado. Sólo la madre está de pie, lavando trastes de la cocina. En la mesa del comedor está el periódico. Sale a la puerta de la calle, se sienta en el quicio a ver pasar a la gente que va temprano al trabajo. Buenos días, dice el del pan; buenos días, dice la señora que lleva los nopales; buenos días, el albañil. Sus vecinos. Comienzan a salir los niños del barrio. Ya no siente el vértigo.

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