Crisálida 4. Óleo en lienzo. 120 x 100 cm. 2012
IV
-¿Tienes
novia?
-No.
-¿No te
gustan las niñas?
-¡Claro!
- ¿Entonces…?
Recordaba el
pelo de Mirena, ondulado, negro. Ella era esbelta. Sus ojos parecían mirar
lejos, muy lejos. Secretamente la admiró. En el salón de clase volvía la cabeza
para mirarla. Al salir de la Primaria dejó de verla para siempre. La turbación
que sentía al verla le molestaba por momentos, quería mirarla tan solo, no
hablar con ella, no acercarse a ella, solamente mirarla como miraba el rocío en
la hierba o el cielo despejado, como miraba las manchas de petróleo en el agua.
Mirena, la niña que pasó cinco años en aquel lugar también. La pregunta de su
amigo le trajo la imagen aún nítida de aquella cabellera que parecía decir lo
indecible. Damián la recordaba ahora. Tampoco pudo dibujarla. Sus amigos
coqueteaban con las niñas del barrio, ensayaban a fumar a escondidas de los
mayores, iban y se peleaban con los chamacos de otros barrios, jugaban futbol.
Él se mantenía apartado, dibujando frutas, perspectivas de la calle, retratos.
Sí, sí le
gustaban las niñas. Las admiraba y tenía un profundo respeto por ellas. Pero no
las buscaba como sus amigos. Probablemente la hormona testosterona no tenía los
niveles requeridos para la lucha entre machos. Pero había niños de su edad que
ya mostraban el acné en las mejillas. Los veía ir tras ellas y sonreía. Día a
día permanecía en casa, dibujando. Fue al final de las vacaciones cuando retomó
la lectura del poema.
De la luz va surgiendo el continente de los
hombres verdaderos, aún sin nombre, aún tibia su entraña, inmóviles en el
espacio virgen recién despierto.
Aún las raíces del bosque no son del todo
raíces ni las semillas han aprendido su ascenso desde la sabia de los esbeltos
ramajes.
Allí estaba
el poema, desplegado. Al leerlo, Damián quiso intentar algunos dibujos. Un
continente iba surgiendo, se leía en el texto. Quería saber cómo es un
continente naciendo de la luz. En Geografía le enseñaban que nuestro planeta
giraba en torno al sol, junto a otros planetas, pero nunca supo cómo había sido
su principio. Tal vez faltaba una información intermedia, tal vez en el origen
sólo había luz y pasaría muchísimo tiempo para que apareciera la vida, lo que
él consideraba digno de llamarse así. Era ese punto al que llegaba invariablemente
al preguntarse por el origen de todo cuanto existía. ¿Tenía sentido formularse
esa interrogante? De pronto había un texto que mencionaba un principio
Las aguas giran en torno al núcleo
fulgurante, ligeras, dispersas, vaporosas.
Los Señores del Cielo acercan su voz a los
oídos de Huracán, el engendrador de áureo plumaje, que está en todas partes y
en todas las palabras pronunciadas, envueltas en el aliento de los Señores de
la eternidad.
Asciende infinito el bosque, pletórico,
iridiscente, húmedo, impenetrable.
Se crea el mundo.
Comienza a ser.
Ahí estaba la
respuesta. Tenía sentido. La desazón estaba pasando. Su lectura se hacía cada
vez menos tensa, menos exigente. Si existían palabras para nombrar lo
innombrable bien podía serenarse y leer con toda calma el resto del texto. La
parte primera del poema terminaba cuando empezaba a ser el mundo, este mundo,
el mismo en el que él, Damián, de once años de edad, caminaba, respiraba, junto
a los demás. Resultaba ahora más sencillo ir hacia atrás en el tiempo, como tal
vez lo había hecho quien escribió el poema.
De pronto
cayó en la cuenta de que bien podría ser un libro basado en otro libro. Por
antiguo que fuera, el libro que tenía en las manos no era el libro más antiguo.
Era su costumbre preguntar, así que se preguntó ¿Era este el primer libro? Como
suele ocurrir en casos así, fue relajándose. Leería el libro en una sesión, no
era muy grande, apenas un poema en quince partes. Así lo hizo.
Las
vacaciones terminaron. Ahora podía imaginar, dibujar, los pasajes evocados por
el poema. Haría también quince dibujos, uno por cada parte. Recordaba que la Ilíada estaba hecha igual, en partes,
aunque en los libros actuales aparecía como una novela, no en verso, y el poema
no mencionaba a los griegos en ninguna parte, por lo que pensó que se refería a
un tiempo mucho más atrás que él no podía concebir.
Los dibujos
fueron surgiendo como un juego en el que Damián quiso sentirse parte de los
señores del Cielo, la corte de personajes informes que deciden crear el mundo. Trazó
una esfera incolora y dentro de ella algunos helechos. Por qué helechos. Eran
las plantas más elegantes que conocía, los helechos cola de pavo y le
recordaban a la abuela regañándolo por deshojarlos al pasar, allá en la casa
dentro del bosque. También trazó unos troncos largos con copas de follaje en la
punta, todo acumulado en torno a la esfera ingrávida. No había aves ni nubes en
el espacio. Ahora recordaba que la palabra firmamento provenía de la creencia
de que el cielo era una bóveda firme, inamovible. Había en el poema unos
señores del Cielo que Damián no podía dibujar; salía a la calle para ver en los
rostros de los hombres que pasaban para convencerse de que alguno tendría un
rostro que podría poner como parte de los señores del Cielo. Imposible, los
rostros que pasaban ante él eran los de hombres preocupados, inverosímiles,
algunos gastados por el rigor de los climas, el trabajo, la mala alimentación,
las enfermedades. Decidió dejar en la bruma la presencia de aquellos señores.
En el dibujo definitivo quedó una especie de burbuja flotando en el vacío,
coronada de árboles que se mostraban esbeltos y rectos, recién surgidos de la
tierra. No supo si debía ponerle título al dibujo.
Al comenzar
las clases dejó de dibujar. Sus padres querían que obtuviera buenas
calificaciones. Obediente, guardó el primer dibujo. Los fines de semana
dibujaría los restantes catorce. Recordaba aún sus primeros rayoneos guardados
en el veliz, desaparecidos. En cualquier momento pasaría a visitar la librería
para platicar con la mujer que le había regalado el libro. Le mostraría el
dibujo.
Llegado el
sábado decidió ir. Había leído varias veces el poema y tenía presentes los
personajes. Con sus amigos del barrio no hablaba de esto, ni con sus compañeros
de clase. Sería con la mujer de la librería, ella sí que entendería y hasta
podía despejar sus dudas acerca del título del poema, del autor, del origen del
libro, y yendo atrás en el tiempo…
La librería
estaba cerrada. La cortina del aparador
permanecía bajada. Volvería más tarde.
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