Crisálida 1. Aguafuerte en zinc. 28 x 21 cm. 2013
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En el barrio
había dos locos. Uno, herrero, quería abrir el lado poniente de la calle,
cerrado de manera natural a causa de una falla de la cantera que provocaba un
desnivel de más de doce metros entre la última calle del centro y esta que era
la primera calle de la Colonia, de manera que el barrio quedaba muy bajo. Le
apodaban Rasputín, por su empeño
lapidario, nombre que a la mayoría le sonaba como Rascutín, cosas de la gente. Era uno de los habitantes más viejos
del lugar, razón por la que se consideraba patriarca del rumbo, no sin ironía.
El otro loco
del barrio era un hombre que había trabajado la cantera y se había venido a
instalar sobre las piedras altas en el extremo opuesto, sin permiso alguno y
contra la voluntad de todos. Matasiete,
le llamaban, y no es que el populacho hubiera leído El sastrecillo valiente de los hermanos Grimm, sino que el apodo
denotaba cierto temor al personaje, que caminaba por el barrio con el gorro
puesto, unos bigotes largos y una mirada de perdonavidas digna de un buen mote.
Matasiete, a punta de marro y cincel
quería abrir la calle en su lado oriente. Se accedía a la calle por una
perpendicular que daba al centro de esta, de manera que había que dar un rodeo.
Estaba
habituada la gente del barrio a dar ese rodeo, pero Rasputín y Matasiete no
cejaban. El primero, cada domingo por la mañana, golpeaba la puerta de las
casas para pedir a los padres le permitieran llevarse a los muchachos en edad
de trabajar a tratar de echar abajo la cantera que obstruía el paso hacia
arriba de la calle. Los padres, que bien lo conocían, obligaban a sus muchachos
a prestar los músculos para la noble causa. Allá iban refunfuñando tras Rasputín, que se las arreglaba para
horadar la roca y meter un cartucho de dinamita; cada domingo una carga de
explosivos iba abriendo una fisura en el paredón, hasta que una mañana de esas
pudo pasar libremente una persona. La persistencia del viejo logró demoler
buenos trozos de cantera, ampliando la abertura lo suficiente para exigir que
el Ayuntamiento enviara obreros a trazar la banqueta y la gente pudiera pasar.
En el espacio sobrante se improvisó un basurero, así que olía mal siempre allí,
había ratas y Rasputín merodeaba
nervioso, pensando en el próximo fin de semana y el trozo de piedra que sería
removido del lugar.
Matasiete iba
despacio. Más astuto, labraba la piedra como lo habría hecho un Cromagnón, en
forma de cueva. Como la ciudad llamada Petra, en Jordania, aunque esta nada
hermosa, simplemente un hoyo en la roca. Varios años demoró en penetrar con
cierta profundidad. El hombre trabajaba día y noche devastando la piedra, era
admirable su esfuerzo, fuera cual fuera la intención. ¿Viviría dentro de la
roca, sin ventanas, como un cavernícola? Así parecía. Bajaba de su casa
improvisada sobre la roca y comenzaba el martilleo imparable. Paraba para ir a
comer y volvía. No hacía más que eso, siempre en silencio.
A Damián le
parecía insensata la tarea de uno y otro. Rasputín
se paseaba por el barrio metido en un overol gris que parecía no haber sido
lavado una sola vez, saludando a los vecinos. Matasiete no saludaba a nadie y caminaba en huaraches, viendo de
soslayo a las personas. La abertura en la roca del lado poniente propiciaba una
rápida salida de la calle hacia el centro de Morelia. Los hijos de Rasputín reclamaban el nombre de su
padre para la calle, alegando el mérito del viejo metiche.
Matasiete logró
perforar la mole de cantera con el paso del tiempo, cinco o seis años, voló el
casco de la cueva y comenzó a edificar una casa con ladrillo, puerta y
ventanas, al nivel de la calle, sumándose a la hilera de casas, naturalizándose
en el barrio por derecho propio. No contento con eso, prosiguió con la cantera
que aún impedía el paso hacia el oriente. En eso estaba cuando, tal vez por
influencia de las acciones de Rasputín,
el Ayuntamiento envío obreros a dinamitar la roca, de modo que se abrió la
parte oriente, mientras la parte opuesta aún permanecía parcialmente cerrada.
La indignación de Rasputín fue tal
que convenció a los vecinos de acompañarlo a reclamar en masa. Divertidos de la
ocurrencia del loco, fueron caminando al Palacio Municipal con él; los
dinamiteros tardaron en llegar dos o tres semanas (andarían consiguiendo la
dinamita), de manera que Rasputín enloqueció de verdad, entró a las casas y se
llevó a los muchachos fuertes del barrio a echar abajo el muro aquel. Damián,
que tendría diez u once años apenas, veía de lejos la muchedumbre arremolinada
cavando un hoyo para meter el cartucho de pólvora. Jugaba futbol con sus
amigos. El loco regresó a beber agua y al pasar por ahí insultaba a los niños
por no estar en la demolición de la cantera. Los muchachitos lo ignoraron. El
viejo persistía en insultarlos. Uno de ellos lo maldijo también. Como no se
muere, viejo, se alcanzó a escuchar entre el peloteo de los demás. El loco se
apresuró a continuar su tarea dominical. No pasaron veinte minutos cuando una
ola de gente venía apresurada, cargando al viejo. Se había infartado. Los
chamacos dejaron de jugar. Moriría más tarde Rasputín.
La calle no
cambió de nombre. Se abrió, se pavimentó, muchos vecinos se fueron de allí. Matasiete es un anciano que aún vive en
su casa bien cimentada. Con el tiempo llegaron otros a posarse sobre la cantera
sin devastar, como pájaros agoreros. Los hijos de Rasputín, cuando la plática lo suscita, vuelven a la carga: esta
calle debería llamarse como mi jefe. La gente lo recuerda como Rascutín; no creo que le pusieran así a
la calle, de haber cambiado el nombre, piensa Damián. El apodo es perdurable,
nos nombra el arraigo.
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