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domingo, 11 de agosto de 2013


 
Crisálida 1. Aguafuerte en zinc. 28 x 21 cm. 2013
 
 
 
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En el barrio había dos locos. Uno, herrero, quería abrir el lado poniente de la calle, cerrado de manera natural a causa de una falla de la cantera que provocaba un desnivel de más de doce metros entre la última calle del centro y esta que era la primera calle de la Colonia, de manera que el barrio quedaba muy bajo. Le apodaban Rasputín, por su empeño lapidario, nombre que a la mayoría le sonaba como Rascutín, cosas de la gente. Era uno de los habitantes más viejos del lugar, razón por la que se consideraba patriarca del rumbo, no sin ironía.

 

El otro loco del barrio era un hombre que había trabajado la cantera y se había venido a instalar sobre las piedras altas en el extremo opuesto, sin permiso alguno y contra la voluntad de todos. Matasiete, le llamaban, y no es que el populacho hubiera leído El sastrecillo valiente de los hermanos Grimm, sino que el apodo denotaba cierto temor al personaje, que caminaba por el barrio con el gorro puesto, unos bigotes largos y una mirada de perdonavidas digna de un buen mote. Matasiete, a punta de marro y cincel quería abrir la calle en su lado oriente. Se accedía a la calle por una perpendicular que daba al centro de esta, de manera que había que dar un rodeo.

 

Estaba habituada la gente del barrio a dar ese rodeo, pero Rasputín y Matasiete no cejaban. El primero, cada domingo por la mañana, golpeaba la puerta de las casas para pedir a los padres le permitieran llevarse a los muchachos en edad de trabajar a tratar de echar abajo la cantera que obstruía el paso hacia arriba de la calle. Los padres, que bien lo conocían, obligaban a sus muchachos a prestar los músculos para la noble causa. Allá iban refunfuñando tras Rasputín, que se las arreglaba para horadar la roca y meter un cartucho de dinamita; cada domingo una carga de explosivos iba abriendo una fisura en el paredón, hasta que una mañana de esas pudo pasar libremente una persona. La persistencia del viejo logró demoler buenos trozos de cantera, ampliando la abertura lo suficiente para exigir que el Ayuntamiento enviara obreros a trazar la banqueta y la gente pudiera pasar. En el espacio sobrante se improvisó un basurero, así que olía mal siempre allí, había ratas y Rasputín merodeaba nervioso, pensando en el próximo fin de semana y el trozo de piedra que sería removido del lugar.

 

Matasiete iba despacio. Más astuto, labraba la piedra como lo habría hecho un Cromagnón, en forma de cueva. Como la ciudad llamada Petra, en Jordania, aunque esta nada hermosa, simplemente un hoyo en la roca. Varios años demoró en penetrar con cierta profundidad. El hombre trabajaba día y noche devastando la piedra, era admirable su esfuerzo, fuera cual fuera la intención. ¿Viviría dentro de la roca, sin ventanas, como un cavernícola? Así parecía. Bajaba de su casa improvisada sobre la roca y comenzaba el martilleo imparable. Paraba para ir a comer y volvía. No hacía más que eso, siempre en silencio.

 

A Damián le parecía insensata la tarea de uno y otro. Rasputín se paseaba por el barrio metido en un overol gris que parecía no haber sido lavado una sola vez, saludando a los vecinos. Matasiete no saludaba a nadie y caminaba en huaraches, viendo de soslayo a las personas. La abertura en la roca del lado poniente propiciaba una rápida salida de la calle hacia el centro de Morelia. Los hijos de Rasputín reclamaban el nombre de su padre para la calle, alegando el mérito del viejo metiche.

 

Matasiete logró perforar la mole de cantera con el paso del tiempo, cinco o seis años, voló el casco de la cueva y comenzó a edificar una casa con ladrillo, puerta y ventanas, al nivel de la calle, sumándose a la hilera de casas, naturalizándose en el barrio por derecho propio. No contento con eso, prosiguió con la cantera que aún impedía el paso hacia el oriente. En eso estaba cuando, tal vez por influencia de las acciones de Rasputín, el Ayuntamiento envío obreros a dinamitar la roca, de modo que se abrió la parte oriente, mientras la parte opuesta aún permanecía parcialmente cerrada. La indignación de Rasputín fue tal que convenció a los vecinos de acompañarlo a reclamar en masa. Divertidos de la ocurrencia del loco, fueron caminando al Palacio Municipal con él; los dinamiteros tardaron en llegar dos o tres semanas (andarían consiguiendo la dinamita), de manera que Rasputín enloqueció de verdad, entró a las casas y se llevó a los muchachos fuertes del barrio a echar abajo el muro aquel. Damián, que tendría diez u once años apenas, veía de lejos la muchedumbre arremolinada cavando un hoyo para meter el cartucho de pólvora. Jugaba futbol con sus amigos. El loco regresó a beber agua y al pasar por ahí insultaba a los niños por no estar en la demolición de la cantera. Los muchachitos lo ignoraron. El viejo persistía en insultarlos. Uno de ellos lo maldijo también. Como no se muere, viejo, se alcanzó a escuchar entre el peloteo de los demás. El loco se apresuró a continuar su tarea dominical. No pasaron veinte minutos cuando una ola de gente venía apresurada, cargando al viejo. Se había infartado. Los chamacos dejaron de jugar. Moriría más tarde Rasputín.

 

La calle no cambió de nombre. Se abrió, se pavimentó, muchos vecinos se fueron de allí. Matasiete es un anciano que aún vive en su casa bien cimentada. Con el tiempo llegaron otros a posarse sobre la cantera sin devastar, como pájaros agoreros. Los hijos de Rasputín, cuando la plática lo suscita, vuelven a la carga: esta calle debería llamarse como mi jefe. La gente lo recuerda como Rascutín; no creo que le pusieran así a la calle, de haber cambiado el nombre, piensa Damián. El apodo es perdurable, nos nombra el arraigo.

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