Dentro de la luz. Aguafuerte en zinc. 40 x 50 cm. 2008
VIII
Había jugado
poco. Sus hermanos se alejaban de casa para ir al Bosque, al cerro, a la loma
de Santa María. Los mayores pasaban largas horas en la calle, los pequeños
jugaban en la banqueta. Él jugaba muy poco. Había crecido pegado a sus
lecturas, a sus dibujos, cegado por el aroma de la cera de los crayones en el
Jardín de Niños y absorto en seguir el trazo del lápiz en el papel blanco;
antes de comenzar cualquier dibujo permanecía largo rato ante el blanco
absoluto de la hoja, tratando de hacer venir cualquier cosa que pudiera
dibujarse… y casi todo podía dibujarse. Lo que no era capaz de trazar lo buscó
en el poema de su primer libro, en la mitología descrita en el diccionario, en
las imágenes del libro de Arte.
Lo que de
verdad le había sorprendido era ver un hombre muerto en la fotografía de la
revista. No tenía noción de eso. Sabía que la abuela, el abuelo, algún vecino,
habían quedado para siempre dormidos y eso era morir. Ver un hombre mutilado,
casi en harapos, dispuesto para que todo el mundo lo viera es diferente, hace
de la muerte un suceso que avergüenza, mortifica. La imagen en estos momentos
estaría dando la vuelta al mundo, convirtiéndose en emblema para algunos, en
estigma para otros. Hasta la victoria
siempre. ¿Era eso la victoria? Para Damián no había más victoria que seguir
vivo, sobre todo en momentos como el presente, que iba llenándose de emociones
profundas. Ver los ojos de Luz María y querer vivir muchos años era una sola
cosa. Nada sabía del trabajo, de los vínculos que se crean entre personas y los
hacen responsables mutuamente, de tener una casa donde vivir, pagar los
servicios, tener hijos. Nada sabía sino que había que apartarse para estar con
él mismo. Sus juegos eran mentales. Dentro de su mente era libre de ir a donde
él quisiera; por esos días había comenzado a leer libros acerca del orden de
las estrellas, no para buscar oráculos, adivinaciones, sino para medir las
proporciones entre la vida humana y la vida en un sentido tan amplio que no alcanzaba
a abarcar con su imaginación.
Una estrella
podía tener una vida larguísima, de millones de años. Cien años para él era
mucho, aunque en el barrio se decía que una vecina había vivido ciento tres
años; inimaginable resultaba la cifra de un millón de años. ¡Cuántos sucesos
pueden contarse en un millón de años! No se diga vidas humanas. Se hablaba poco
de esa relación. En la clase de física no se enseñaba, por ejemplo, la
Relatividad, la fisión atómica ¡Y hacía veintidós años que habían arrojado la
bomba atómica en Hiroshima! Iban atrás de sus lecturas las lecciones de sus
maestros. Era cierto, su soberbia le había arrastrado a saber más, a meterse en
los libros y revistas con una pasión ejemplar.
Por lo mismo,
no le resultaba admisible cantar el Himno Nacional cada lunes bajo el sol de
las dos de la tarde. Algún alumno invariablemente se desmayaba. Y querían que
uno sintiera amor a la patria. Qué es la patria, preguntaba a sus maestros. La
tierra donde naces. Entonces mi patria es mi barrio en aquella ciudad fría con
un volcán nevado en el llano, esa es mi patria. Nací en la casa, no en un
hospital; una mujer acudió en auxilio de mamá para que yo saliera de su
vientre; otra vino a darme leche de su seno, porque mamá no tenía para
alimentarme, así que los calostros me los dio la nodriza, la nana. ¿Y la
bandera, y el himno?. No te compliques, hombre, decían sus amigos. Pero no para
todos es tan sencillo. Damián advertía que la letra del himno ya no decía nada
relacionado con su vida y la de sus compañeros; se refería a un grito de
guerra, a que Dios en cada uno de los mexicanos era un soldado. ¿Yo un soldado?
Horrorizado se veía cargando un rifle y teniendo que disparar a un semejante,
fuera quien fuera. Estúpido ir a matar a quien se pusiera enfrente… para
defender la patria. Defender. Nada había que defender. Pero quedaba la
incógnita del Che cada vez más
nítida. Damián quería saber. Por una extraña asociación le vino a la cabeza el
montón de estampas bíblicas que mostraban el árbol del conocimiento en el Jardín del Edén. Había un árbol del
conocimiento en esa mitología. Donde él veía dos desnudos, masculino y
femenino, otros veían el conocimiento. Las figuras mantenían ocultos los
genitales, inhibidos por la presencia de Dios
Padre que les expulsaba del Paraíso. Damián, a tus casi trece años te preguntas
cosas sin respuesta. El conocimiento correspondía a la culpa. Saber te hace
culpable. Esta vez no tenía vértigo; una oleada de indignación asomaba a su
rostro. No saber, permanecer inocente, esa era la manera de hacerse querer, de
que todo mundo te aceptara. Saber era prohibitivo, como faltar a clases, como
sustraer dinero del cajón del ropero, como mentir… y hacemos todo eso, sin que
nadie se altere. Pero saber ofende, lo he visto.
Era eso. Lo
prohibido. Estaba prohibido el desnudo del cuerpo humano. La verdad es la
desnudez. Preguntar por la pertinencia del Himno Nacional era poco más que una
desobediencia, era una ofensa. No podía dudarse de la sabiduría de un himno,
una creación musical y poética que expresa a todo un pueblo, simplemente no
estaba permitido. Tenías que cantar el himno, te gustara o no. Un himno bélico,
sin más. ¿Y la libertad? No digas idioteces, le decían los amigos.
Himnos,
prohibiciones, órdenes. De pequeño había entonado el Himno Nacional sin
chistar, mecánicamente. Había obedecido y era muy querido por sus maestros y
sus padres. Un niño bueno. Le asaltó la idea de que estaba dejando de ser niño,
al menos un niño del que sus padres estuvieran orgullosos. Una imperceptible
distancia lo iba separando del niño resignado. La elocuencia que ahora le
caracterizaba incomodaba a sus padres y a sus amigos, a sus maestros. Solía
levantar los hombros en estos casos. Veía a la distancia cómo había sido
educado y cómo él se había ido formando por su voluntad. Nadie jamás le había
hablado de la existencia de dos mil años de Arte. Nadie le había mostrado la
existencia de la poesía sino para exaltar la patria, los valores, el deber, el
sacrificio. Nadie le había mostrado ningún acceso a la verdad ni le había dicho
que no éramos libres. Su país se había ido integrando a base de matanzas
indecibles, siempre guerras de mexicanos contra mexicanos. Y al final cada uno
se educaba a sí mismo.
Preguntar por
la sensatez de un himno belicoso le había llevado a cuestionarse. No somos
libres, pero podemos tomar nuestra libertad. Nadie nos dará absolutamente nada
que no nos cueste. Saberlo le hacía fuerte. Había acertado a ciegas cuando
decidió hacerse dibujante, meterse en aquella librería, pero había acertado y
era lo que importaba; para preservar su libertad tenía que anticiparse a toda
prohibición, a toda fuerza que no le impulsara a continuar. Sus dibujos no
lastimaban a nadie. Leía sin que por ello sufriera un semejante. ¿Entendería
esto Luz María?
Con ella
hablaba mucho, demasiado. Sus momentos eran armónicos, de una tersura que se
desvanecía cuando se separaban y él volvía a sus deberes, ella a los suyos. Por
breves momentos llegó a creer que era la felicidad, pero se evaporaba al no
estar con ella. No fue capaz de plantearle sus dudas, dedicado a ver en sus
ojos una viveza desconocida, una invitación a contener el flujo del tiempo, el
imparable flujo del tiempo. ¿No será otra mentira? El tiempo no fluía,
simplemente era la medida del curso de los planetas en torno al sol, había
escuchado a su maestro de Física. El tiempo humano es la medida del día y la
noche. Veinticuatro horas diarias. Irrebatible. Pero cuando quería que pasara
el tiempo este parecía dilatarse, alargarse. La conciencia del tiempo,
pensarlo, era la diferencia. Un amigo mucho mayor que él había dicho algo que
guardaba en su cabeza y saltaba de vez en cuando: si te quedas cien años
recargado en el muro podrás traspasarlo, con todas tus moléculas intactas. ¿Era
así? Cien años son muchos. Pero, evidentemente, no se trataba del número de años,
sino de un asunto de Física. Las moléculas tienen espacios entre sí, que se
ordenarían al cabo del paso al otro lado. Estaba hablándole de una ciencia que
pocos abordaban y que no recordaba cómo se llamaba.
Los geólogos
encontraban vestigios de miles de años atrás cuando escarbaban en ciertos
lugares. Pensándolo bien, bajo sus pies, Damián intuía los restos de
mastodontes, sus huesos, sus colmillos, algunos metros hacia el fondo. Sonaba
lógico, lo mismo que ir hacia atrás en el tiempo mas en forma vertical, no
horizontal. Pensaba, Damián pensaba. Si lograra ir tan atrás en el tiempo vería
la esfera luminosa de que hablaba el poema. Sabía que era una metáfora, una
imagen, una sugerencia, una licencia poética, pero aludía a algo que había
ocurrido, a un principio. Le decepcionaba no poder hacer ese ejercicio. Su
mente se cansaba por el esfuerzo y le producía un malestar que no cejaba ni
cuando iba al encuentro de Luz María.
Por esos días
volvió a ver a su amigo mayor, quien le entregó otro libro. Para ti que te
gusta leer, dijo. Era extraordinario lo que sucedía en su vida. Parecía
oportuno volverse a encontrar con su amigo, ahora con un libro de un tal
Calvert, escrito en 1863. Más de cien años antes. Damián se quedó a platicar
durante toda la tarde con Salvador, que tal era el nombre de su amigo. Luego de
sendas muestras de afecto, el amigo le expuso el asunto del libro.
-¿Por qué
convives tanto con personas mayores que tú?- había dicho mamá a la hora de
comer.
-Aprendo,
mamá. Mis otros amigos me aburren.
-Pero los
mayores tiene otras experiencias. ¿Entiendes cuanto te dicen?- preguntaba
inquisitiva.
-Totalmente,
como te entiendo a ti, a papá, a los señores del barrio, a mis maestros.
-¿Qué te
enseñan?
-Piensan,
mamá, piensan.
-¿Te gusta
pensar?- La mamá cada vez más contrariada.
-No te
imaginas cuánto, mamá.
Aprender a
pensar. Santo Cielo, ¡pensar!. Resultaba apasionante irse despojando de dudas,
de incertidumbre, de tantear a dar en el clavo. El pensamiento claro te conduce
por caminos de un enorme placer y te evitas muchos problemas porque sabes por
dónde ir. Sin un pensamiento claro no te será posible hacer tuya la libertad de
decidir, no podrás, y estarás en manos de otros. A esa libertad me refiero,
hubiera querido decirle a mamá, pero ella también levantaría los hombros pues
tenía que lavar la ropa, preparar la comida, planchar la ropa, ir al mercado…
Entramparon a uno de ellos, hasta cubrirlo
con el peso de la montaña más alta, engañándolo antes con un gran cangrejo
fabricado con detritus.
Su egolatría lo llevó a caer en el abismo,
donde yace.
Zipacná era su nombre, hijo de Ucub Caquix.
Hunahpú e Xbalanqué, justicieros y traviesos,
sepultaron al último de los soberbios que llegaron a creerse tan poderosos como
los Señores del Cielo.
Solían hablarse alegremente y así cumplieron
su tarea divina.
La estrofa
del Popol Vúh venía a su memoria. No
pensaba más en el poema y este venía. Qué lo hacía concurrir, no lo sabía. Lo
que ahora se desplegaba ante sus ojos era el texto de Calvert en el que se
demostraba la existencia de Troya. Homero había escrito la epopeya de aquella
ciudad invadida, devastada por los griegos tras cruzar vertiginosos el Mar
Negro con el regalo del caballo de madera. Troya había existido. Hasta ese
momento no era sino un poema como el de los antiguos mayas. ¿Encontrarían los
arqueólogos el inframundo de los señores de Xibalbá? Sería una locura.
Imagínate, Luz María, la cólera de Aquiles no solamente era real sino poética.
Mito y realidad, aunados por la arqueología. Esos señores que desentierran
huesos, pulseras, cetros, ofrendas, de pronto vienen con un trozo de historia a
decirnos que Agamenón realmente estuvo allá dirigiendo aquella guerra para
rescatar a Helena, hija de los dioses.
Pero luz
María no escuchaba sino los sonidos. Para ella era suficiente con ver a Damián
sentado con ella en aquella piedra cerca de su casa. Nada le importaba sino
permanecer en ese sitio, mecida por la voz de su amigo más entrañable. Damián
relataba los pormenores de La Ilíada y La Odisea, ahora con observaciones
traídas del libro de Calvert. La historia era cierta. Lo hablaría con su
maestro de Historia, a quien sorprendería la audacia del niño al meterse en
esas lecturas tan especializadas; ligar una cosa con la otra no estaba en el
entendimiento de su maestro, simplemente; él daba su clase y se retiraba a otro
grupo, día con día, hasta cubrir el temario completo. Nada de lecturas extra,
no. Damián se daba cuenta de que no era posible si no le mostraba el libro, lo
cual ofendió a su maestro de Historia Universal.
Se describían
las excavaciones, los millones de dólares invertidos, el escepticismo de la
mayoría, y los resultados contundentes del arqueólogo que sostenía una
convicción apegada a la letra de la obra homérica. Un caso antológico, un
evento fuera de serie. Extrañaba a Damián no haberlo encontrado en LIFE en
español. Su amigo regresó a la ciudad de México; estudiaba en el Instituto
Politécnico Nacional. Damián estaba complacido con el regalo. Definitivamente,
los libros serían sus inmejorables amigos por siempre, estaba decidido. El
mito, entonces, tenía una base de verdad, era enteramente humano. La metáfora
era la forma de hacerlo atractivo, intenso, sobresaliente, pero los hechos eran
verdaderos. El arqueólogo supo conducir una excavación en un terreno donde no
había vestigios aparentes de un pasado; había ido hacia atrás a su modo y había
dado con la fuente, el origen, de una obra literaria. La imaginación proviene
de algún fragmento de lo real, no de todo lo real, sólo de un fragmento. La cultura
era pues un montón de fragmentos reunidos, en relación íntima.
Se dispuso a
dibujar algunas imágenes de la mitología griega, pensando en las divinidades
casi humanas de aquellas descripciones. Dionisios, Apolo, Hermes, Zeus,
Neptuno, Athenea, Ceres, Hécate… dioses que otorgaban o negaban alguna gracia a
los mortales. Bellas imágenes que hacían pensar en la sencillez con que podía
accederse a la parte divina de cada uno. Imágenes simbólicas, representaciones
de una idea, la idea de trascendencia. Todo cuanto hacemos trasciende, tiene
consecuencias. En Grecia se originó esta manera de exponer las ideas, a base de
figuras divinas con apariencia humana. En los libros de Homero era sencillo ver
el destino humano en manos de los dioses. Pero los dioses habían sido creados
por gente que vivía una vida común, aunque inteligente. La capacidad de generar
mitos es una muestra de inteligencia, había dicho Salvador.
Titanes y monstruos fueron sometidos por los
gemelos.
Los Señores del Cielo conocían el alma de los
hermanos
Su risa agradaba a los Señores.
A la llegada del crepúsculo habían terminado
con todos los soberbios de la tierra.
Inteligentes
los antiguos mayas, pensó Damián. Habían escrito en símbolos. Su texto hablaba
del tiempo, no de la historia. Le gustaba, claro que le gustaba esa forma de
decir las cosas, como cuando los amantes se confiesan su amor utilizando el
corazón como metáfora del sentimiento. No se ama con el corazón, pensaba, sino
con el símbolo. Una manera de razonar que a él mismo sorprendía. La brecha que
lo separaba de sus contemporáneos se abría cada vez más. Llegaba a los trece
años ya y sus amigos le parecían más niños, atrapados entre el desparpajo y la
poca seriedad, siguiendo los partidos de futbol, peleando con los otros barrios,
bebiendo alcohol para ser admitidos en los grupos de los grandes, ansiosos por
que les brotara el bigote, el vello púbico. Querían ser hombres y se habían
estancado en una infancia cretina, insulsa… y permanecerían en ese estado por siempre.